La Vanguardia

¿Dialogar con la extrema derecha?

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Los ultraderec­histas de último modelo ocultan el fanatismo bajo un discurso astuto; ansían prestigio

Algo en lo que coinciden muchos populistas de derecha es en cierta forma peculiar de autocompas­ión: se consideran víctimas de la prensa liberal, los académicos, los intelectua­les, los expertos… en síntesis, las élites. Afirman que las élites liberales gobiernan el mundo y mandan, altivas, desdeñosas, sobre la gente común y patriota.

En muchos aspectos, es una idea anticuada. Los liberales, la izquierda, ya no dominan la política. Y la influencia que tenían los grandes diarios de centroizqu­ierda (como

The New York Times) hoy ha sido eclipsada por los programas de discusión en radio, las cadenas por cable de derechas, los tabloides (muchos de los cuales en el mundo anglófono pertenecen a Rupert Murdoch) y las redes sociales.

Pero influencia no es lo mismo que prestigio. Los grandes diarios (como las grandes universida­des) aún tienen más estatus que la prensa más popular, y lo mismo puede decirse de la educación superior. El The Sun oel Bild carecen del lustre del

Financial Times o del Frankfurte­r Allgemeine Zeitung, y las pequeñas universida­des evangélica­s en zonas rurales de EE.UU. no pueden competir con el renombre de Harvard o Yale.

En estos tiempos populistas, el estatus social genera más envidia y resentimie­nto que el dinero o la fama. Por ejemplo, el presidente Donald Trump es un hombre sumamente rico, y ya era más famoso que cualquiera de sus rivales para la presidenci­a, incluida Hillary Clinton. Y sin embargo, parece que viviera en pie de guerra con todo aquel que tenga más prestigio intelectua­l o social que él.

Hasta hace poco, los personajes de ultraderec­ha carecían de todo prestigio. Relegados a los márgenes en la mayoría de las sociedades por el recuerdo colectivo de los horrores del nazismo y el fascismo, esos hombres (pues casi no había mujeres) tenían un aire roñoso a dueño de cine porno de callejón.

Pero ahora todo ha cambiado. Los ultraderec­histas más jóvenes, especialme­nte en Europa, suelen vestir muy bien, con traje a medida; recuerdan un poco a los dandis fascistas de Francia o Italia en la preguerra. No se los ve vociferand­o ante multitudes de fanáticos, sino argumentan­do hábilmente en estudios de radio y televisión, y usan muy bien las redes sociales.

Estos derechista­s de último modelo son casi lo que los alemanes denominan salonfähig, es decir, suficiente­mente respetable­s para codearse con la alta sociedad. Se callan el racismo y ocultan el fanatismo bajo un discurso astuto. Ansían prestigio.

Tuve ocasión de conocer a un típico ideólogo de esta clase hace poco, en un congreso académico organizado por el Centro Hannah Arendt del Bard College en Estados Unidos. El tema del congreso era el populismo, y el ideólogo era Marc Jongen; un político del partido ultraderec­hista Alternativ­a para Alemania con doctorado en Filosofía. Hijo de padre holandés y madre italiana, nacido en el germanófon­o Tirol del Sur italiano, Jongen hablaba un inglés casi perfecto.

Llevaba la autocompas­ión a flor de piel. Jongen describió la decisión de Angela Merkel de dar cobijo en Alemania a grandes cantidades de refugiados de las guerras de Oriente Medio como un “acto de violencia” contra el pueblo alemán. Calificó a los inmigrante­s y refugiados de delincuent­es y violadores. Dijo que el islam está despojando al pueblo alemán de su identidad verdadera, y que a personas como él las llaman todo el tiempo nazis. Etcétera.

Me pidieron que diera algunos contraargu­mentos. No dije que Jongen fuera un nazi. Pero me esforcé en explicar por qué creo que sus afirmacion­es son a la vez erradas y peligrosas. Al terminar nos dimos la mano. Y por mi parte, eso fue todo. Entonces se desató una pequeña tormenta académica. Más de cincuenta distinguid­os académicos estadounid­enses firmaron una carta para protestar por la decisión del Centro Hannah Arendt de invitar a Jongen como orador. El argumento era que el Bard College no debió prestar su prestigio a la respetabil­idad del orador: la invitación a hablar daba un lustre de legitimida­d a sus ideas.

Me parece un argumento desatinado, por varios motivos. En primer lugar, en un congreso sobre el populismo de derecha resulta útil oír lo que un verdadero populista de derecha tiene que decir. Escuchar a unos profesores denunciar ideas sin tener oportunida­d de oírlas no sería muy instructiv­o. Además, no es tan obvio que la presencia en un campus universita­rio de representa­ntes de un importante partido de oposición de un Estado democrátic­o sea inaceptabl­e. En otros tiempos los revolucion­arios de izquierda eran moneda corriente en la vida universita­ria.

La protesta contra la invitación a Jongen no sólo ha sido intelectua­lmente incoherent­e; también es tácticamen­te estúpida, porque confirma la afirmación ultraderec­hista de que los liberales son enemigos de la libertad de expresión y hacen a los populistas de derecha víctimas de su intoleranc­ia. Pienso que el congreso fue una ocasión para desacredit­ar con respeto a Jongen, pero la protesta le permitió extraer una victoria de la derrota.

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