La Vanguardia

Los puros de mi amigo

- Julià Guillamon

Como ustedes ya saben hace cien años que nació el poeta, dramaturgo, ensayista y cuentista Josep Palau i Fabre. Nos quisimos mucho, me he dedicado siempre a leerlo y estudiarlo, y por eso, después de su muerte en el 2008, su compañera, Alícia Vacarizo, me ha venido obsequiand­o con una serie de regalos poéticos. Me hacen una ilusión que no se puede explicar, mucho mayor que si me hubiera tocado en herencia el manuscrito de un poeta campanudo o un dibujo de un artista cotizadísi­mo, porque veo en ellos la personalid­ad de mi amigo, aquel carácter que sentía tan cercano y que me daba tanta risa en las épocas en las que nos tuvimos más confianza. Conservo un telescopio sencillo que Palau utilizaba en verano, en su casita de Grifeu, para a mirar las estrellas. Conociéndo­le, seguro que no es limitaba a mirarlas y ya está: debía querer acariciarl­as con la vista, saber sus nombres e inventar nombres nuevos para las que le molaban más. En Llançà, en agosto, cuando no hay mucho qué hacer, la gente dedica una gran cantidad de tiempo y energía a hablar de las lágrimas de San Lorenzo. Me imagino a Palau, solitario, contando lágrimas –que son meteoros provocados por la cola de polvo cósmico de un cometa– para contárselo a las visitas de la tarde. ¡Catorce, quince, dieciséis lágrimas!

También tengo un salacot que fue de Palau y a veces me lo pongo. Es de láminas de corcho, recubierta­s de una tela color arena. Se lo calzó una vez, con una red que le tapaba la cara, para arrancar una colmena que se había formado en la doble luna del ventanal de Grifeu. Lo sé porque el editor Joan Tarrida lo pilló en plena faena. Guardo unas gafas Walter Wolf Racing con una enorme montura ¡súper 70’s! Y un cascanuece­s que son las piernas y las nalgas de una moza. Colocas la nuez en el medio y la rompes con los genitales. Es genial.

Pero el regalo más preciado es una caja lacada de negro con unos dibujos japoneses. Esta caja la tenía Palau en su casa de la calle Bruc. Cuando le visitaba, yo tenía veinte o veinticinc­o años, la sacaba y me animaba a escoger un puro. A algunas personas les ha quedado la imagen de Palau como una especie de salvaje, pero era un señor muy peripuesto. Yo en aquella época, los años ochenta y noventa, me fumaba unos puros sensaciona­les, que extraño con toda mi alma. Palau siempre me decía que los puros eran de su padre, que murió en 1961. No digo que no: alguno habría. Otros tenían que ver con la misteriosa vida de mi amigo. Era experto en Picasso, certificab­a obras del pintor, y de cuando en cuando viajaba a Ginebra, donde se encuentran puros fabulosos, aunque más caros que aquí. Debían regalarle los mejores. Abro la caja lacada, voy sacando los puros y alineándol­os sobre el escritorio. Me pasa por la cabeza escribir un cuento a lo Henry James: que los puros expliquen la historia de un poeta con la cabeza llena de pajaritos, enamorado de las mujeres, enamorado del padre, con un joven admirador aún más pajaril. Qué enorme Hoyo de Monterrey ¡casi no cabe en la caja! Querido Palau: me lo fumaré el día que vuelva a caminar tu amiga sueca.

Tengo un salacot de Palau y a veces me lo pongo: es de laminas de corcho, recubierto de tela color arena

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