“La plenitud de esos momentos de intuición fulgurante...”
Leía las memorias del último rey Zirí de Granada, Abd Allah, en la versión de García Gómez, y al referirse al difunto rey, su abuelo, me encantó una frase jaculatoria: “¡Dios refresque su rostro!” Al musulmán habituado a escucharla, o a leerla en una inscripción, esa fórmula piadosa de ritual aplicación a los muertos no le diría por supuesto mucho más de lo que a nosotros nos dice su equivalente cristiano en castellano: “Dios le tenga en su gloria!”. Pero cogiéndome de nuevas, la emoción de su efecto fue poco menos que similar al de la archifamosa magdalena proustiana, y antes de concretarse en la morosa reviviscencia de la velada en casa de Pepe Cué, la única vez en mi vida en que he gozado del soplo del pankhás, evocó una infinitud de momentos de intensa sensualidad inmaterial, vinculados todos ellos en el recuerdo al instantáneo halago de una brisa en la frente. Brisa real o imaginaria, metafórica, puesto que por instintiva sinestesia , a esa aguda percepción de lo invisible –el soplo del aire–. asimilamos todos y no sólo Shelley, no sólo los poetas, la plenitud de esos momentos de intuición fulgurante, cuando la conciencia de nosotros mismos se resuelve en conciencia de lo sentido, o de los sentidos, como también a ella asimilamos el alivio de esos otros, tan precarios, cuando la mente por fin acierta a distraerse de una negra obsesión que la trae continuamente torturada. Aquel pueblo de camelleros y jinetes, en sus desiertos de la península de Arabia, dio con una expresión tópica de la absoluta beatitud mucho más inmediata y específica que ninguna de las nuestras. Jorge Guillén la ha revivido, a su modo, en la estrofa inicial de uno de los mayores y mejores poemas castellanos: Aire. nada, casi nada
O con un ser muy secreto,
O sin materia tal vez. Nada, casi nada: cielo