Ibáñez, periodista
El periodismo, en mayúscula, es un oficio raro. Exige curiosidad, imaginación, sensibilidad cultural, saber escribir, orgullo y a la vez humildad e incluso cierto histrionismo. Son algunas de las virtudes que tenía Manuel Ibáñez Escofet (1917-1990), de quien ayer se recordó su centenario en un acto en el Col·legi de Periodistes, que congregó a algunos de sus discípulos, integrantes de una generación que transitó por el tardofranquismo, la transición y los inicios de la democracia. Fue también un acto reivindicativo y hasta cierto punto melancólico de aquel periodismo que aún no había sufrido ni el control de los grandes grupos mediáticos ni la irrupción digital.
“Ibáñez abrió la puerta a una nueva generación de periodistas, lejos del oficialismo” dijo Josep Ramoneda, que ejerció de moderador. De su paso por la dirección de El Correo Catalán habló Josep Martí Gómez para destacar su doble faceta de hombre riguroso y reflexivo en el despacho y exagerado y “cridaner” en la redacción. Josep Maria Soria explicó que pese a ser recibido con escepticismo e incluso oposición en el Tele/eXprés supo convertir este diario de la tarde en un medio de referencia, capaz de incorporar a firmas como las de Joan Fuster, Ernest Lluch, Cinto Hombravella, Joan de Sagarra, Terenci y Ana María Moix, Vázquez Montalbán, Carandell, Perich,... y trabajar con unos jóvenes y sobreexcitados periodistas influidos por el Mayo del 68. Y como es lógico, desde sus convicciones cristianas y liberales no dudó en burlarse de su “izquierdismo ideológico”. Roger Jiménez evocó su paso, ya en los años ochenta, por La Vanguardia, como director adjunto hasta su jubilación. “Se entusiasmaba cuando tenía una primicia y nos decía: Que no se entere el
conde de Godó que pagaríamos por hacer lo que hacemos”.
El legado de Ibáñez Escofet sigue vivo, como sus dos libros que recogen sus artículos y como esos recuerdos condensados en
La memòria és un gran cementiri,
que Robert Saladrigas definió como un producto de madurez, ágil, reflexivo, posnoucentista, equiparable a los grandes relatos memorialísticos. Es también el Periodismo de una época, del maestro que corregía, que ilusionaba, que preguntaba a sus redactores qué libros leían. Capaz de discusiones bizantinas sobre Proust, de broncas épicas y de reconciliación inmediata. Fue el director que nunca cerraba la puerta del despacho, excepto el día que tuvo un problema del corazón, como recordó Soria. Hoy se le reconoce como el maestro de una generación de periodistas, a él que precisamente se definía como “un modesto trabajador de las artes gráficas”. “Seguro que hubiera querido ser escritor, pero el periodismo, ese ejercicio raro, se lo comió” dijo Saladrigas. Laura Borràs, directora de la Institució de les Lletres Catalanes, impulsora del encuentro, y perteneciente a otra generación, reconoció que sus artículos “se leen como los de un escritor”.
Un acto lo despidió su hijo Félix Fanés para agradecer esa “imagen diversa” ofrecida por los ponentes. Y lo agradeció con una confesión: “Manuel iba del fuego al agua con una aceleración que la química no tolera pero su naturaleza lo permitía”.
Un debate en el Col·legi de Periodistes recuerda a quien se considera maestro de toda una generación