Londres pone un colchón para el impacto del Brexit
Aparta 3.200 millones por si no hay acuerdo con la UE
Gran Bretaña tenía una reputación de país prudente y sensato hasta que llegó el Brexit. Desde entonces, su política y su economía se han convertido en una especie de manicomio en el que –como en la película de Jack Nicholson Alguien voló sobre el nido del cuco– mandan los locos. Si será así, que el responsable laborista de Economía John McDonnell, un marxista cuyo objetivo es acabar con el capitalismo, es escuchado por numerosos empresarios como la voz de la razón.
Esa locura generalizada quedó de manifiesto en los presupuestos generales del Estado presentados ayer por el ministro de Finanzas, Philip Hammond, que es de lo más sensato que hay en el Gobierno de fanáticos euroescépticos de Theresa May, y por eso está en la cuerda floja. Los partidarios de un Brexit duro lo acusan de no ser lo suficientemente “entusiasta” con el divorcio y de pintar un escenario pesimista, más de cuadro de El Greco que de Gauguin o Renoir.
Hammond, por puras razones de supervivencia, se vio obligado a anunciar una partida de 3.200 millones de euros como contingencia para “cualquier escenario del Brexit”. Es decir, una admisión de que es posible que el Reino Unido se vaya de la UE dando un portazo, sin acuerdo comercial que valga. Ello, el día después de que el gabinete doblara la oferta de la factura de divorcio para aplacar a Bruselas.
La eliminación del impuesto a la compra de la primera vivienda o medidas como la construcción de más casas y dinero adicional para la Seguridad Social no son más que pequeños guiños dirigidos a los jóvenes y a los pobres. La auténtica noticia del presupuesto fue la admisión de que la previsión de crecimiento para el año que viene ha quedado reducida al 1,5%, y no pasará del 2% en el futuro previsible. El Reino Unido ya está en la cola de los países del G-8, y eso que el divorcio todavía no se ha firmado.
Los pequeños retoques presupuestarios serán mejor o peor recibidos, pero su impacto es mínimo en comparación con el de la situación de Angela Merkel en Alemania, por citar un ejemplo. Si para muchos el Brexit es un grito de soberanía y la búsqueda de la independencia política y económica, la ironía es que el país está cada vez más al albur de lo que sucede más allá de sus fronteras. Los vientos de la globalización son ineludibles.
El Gobierno May no ha quitado a la nación el corsé de una austeridad que le fue puesto hace ya siete años y no la deja respirar. Los ayuntamientos carecen de dinero para la recogida de basuras. El presupuesto de educación se ha recortado en dos mil millones de euros. Los beneficios sociales van a sufrir otro tijeretazo, esta vez de 15.000 millones de euros. La inflación crece más que los salarios. La gente vive tirando de tarjeta de crédito. La deuda se ha disparado. Los planes para eliminar el déficit están congelados. Hay menos policías, menos funcionarios, menos asistentes sociales.
Las cuentas del Estado son como cartas marcadas por tres factores ineludibles: la inminencia del Brexit, la debilidad del Gobierno y el impacto de la crisis financiera. Y a todo esto los conservadores han tirado por la borda su reputación como el partido del sentido común y la probidad fiscal para lanzarse con las espadas en alto a la cruzada del Brexit. Para los euroescépticos, ninguna medida es lo suficientemente arriesgada si el objetivo final es romper las cadenas de la UE. El país vive una revolución populista. Y quien no esté de acuerdo –ya sea el Banco de Inglaterra, empresarios, diputados o la Comisión Europea– es tachado de reaccionario. El coche avanza hacia el precipicio, y además sin conductor.
La ruptura con la UE, la debilidad del Gobierno y la crisis financiera marcan la política británica