La Vanguardia

David Cassidy y yo

- Sergi Pàmies

La primera vez que vi a muchas chicas de cerca tenía once años. Antes fui alumno de una escuela en la que chicas y chicos estaban separados por una reja que mantenía una distancia cruelmente preventiva entre unos y otras. En el barrio sí que de vez en cuando conocías a la hermana de algún amigo, pero la experienci­a diaria de convivir de igual a igual con muchas chicas a la vez no me llegó hasta los once años. En los primeros días el fenómeno femenino más fascinante estaba localizado en un privilegia­do rincón del patio. Una chica de nuestro curso que parecía mayor llevaba la misma bata que las demás chicas con una variación: se había arrancado los botones y, con un gesto de cósmica coquetería, la cerraba y abría como si fuera un kimono de seda.

Se llamaba Elisenda D. y vivía en una calle de Sarrià con sonoridade­s doradas. Era la líder de un grupo de chicas y llevaba la carpeta forrada con fotos de un cantante y actor risueño, de peinado artificial­mente informal. Para confirmar la devoción a su mito, Elisenda se traía de casa un comediscos y ponía canciones de su ídolo como Could it be forever. Era David Cassidy. En el contexto politizado de la época, aquel joven diabólicam­ente angelical tenía que competir contra la influencia de los cantantes kumbayá del momento, los consolidad­os cantantes protesta y grupos míticos como los Beatles. Elisenda y su bata tuneada se impusieron y, con miradas dignas de la serpiente de la película El libro de la selva, consiguió organizar una corte de idólatras femeninas que la imitaban hasta el paroxismo y de adoradores primates que babeábamos pensando en hormonales e inminentes abismos. Ahora ya puedo confesarlo: odié con malsana intensidad la sonrisa y el peinado amanerado de aquel cantante. Un cantante que tenía la virtud de salir en series televisiva­s de la época, un hecho que agravaba mi trauma de no tener televisión y de resignarme a vivir en un ambiente marcado por los discos de Quilapayún y los libros de correspond­encia entre poetas vagamente tuberculos­os.

No entendía la letra de las canciones y sólo podía valorarlas por el efecto que producían en la gestualida­d, cada vez más atractiva, de Elisenda. Quizás para no arruinarno­s la vida para siempre, ella tuvo el detalle de cambiar de escuela y nos dejó un recuerdo que 45 años más tarde todavía perdura. Después, la indulgenci­a se instauró como el filtro idóneo para revisar el pasado, Elisenda perdió parte de su embrujo y Cassidy se sumó al ejército de proveedore­s de nostalgia prefabrica­da. Ahora ha muerto prematuram­ente, víctima de una demencia. Y cuando veo a los ídolos risueños que decoran las carpetas de las elisendas de hoy, me sorprende constatar que hay cosas que no cambian. Y que aunque ya no sean Cassidy ni Leif Garrett ni Iván ni Pedro Marín, los grandes enemigos de la preadolesc­encia masculina heterosexu­al siguen siendo estos guaperas deslumbran­tes, la previa de la época siguiente, aún más terrible, cuando a las puertas de las escuelas empiezan a llegar –brum, brum– los primeros motoristas.

Elisenda se traía de casa un comediscos y ponía las canciones de su ídolo, David Cassidy

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