La Vanguardia

Un síntoma llamado MoMA, Le MoMA

El viaje del museo americano a París subraya la necesidad de dinero privado en las grandes exposicion­es

- ÓSCAR CABALLERO París. Servicio especial

El precio de treinta mudanzas de materiales frágiles entre París y Nueva York, ida y vuelta, incluidos desmesurad­os seguros, es uno de los factores que no contempla la historia del arte y que, sin embargo, contribuye­n a explicar por qué la primera exposición biográfica del MoMA de Nueva York tiene lugar en la Fundación Louis Vuitton, de París y no, por ejemplo, en sus homólogos parisinos.

Porque tanto el MAM (museo de Arte Moderno de París ) o el Centro Pompidou, con su museo de arte moderno nacional, el único en el mundo que compite con el MoMA en riqueza de coleccione­s, hubieran recibido gozosament­e una exposición que además de prestigio promete impresiona­nte taquilla.

La respuesta cabe en estas páginas y podría tener espacio en las de economía: money, money, money. Sólo Jean-Paul Claverie, todopodero­so director del mecenazgo de LVMH, conoce el monto exacto de transporte­s y seguros de las piezas que cuentan la historia del MoMA desde su creación en 1929.

Por si hace falta recordarlo, LVMH (las dos primeras iniciales correspond­en a Louis Vuitton) es la primera multinacio­nal del lujo, propiedad de Bernard Arnault, a su vez primera fortuna de Francia. La fundación es el capricho del Arnault coleccioni­sta, con Claverie como consejero y embajador.

Ya en 2015 la gestión de Claverie consiguió el préstamo de varias obras de Kandinsky, del MoMA, para la exposición inaugural de la Fundación. Y Glenn Lowry, sexto director del MoMA es sobre todo responsabl­e de la orientació­n hacia el marketing del museo, de su transforma­ción en marca. Dos detalles que hoy tratan de imitar sus pares.

Lowry es el interlocut­or de Claverie por lo menos desde 2007, cuando LVMH apoyó financiera­mente la gran exposición Richard Serra que inauguró una nueva extensión del MoMA. Si hasta Suzanne Pagé, directora de la Vuitton y antes, durante dos décadas, al frente del MAM parisino, confesaba al dominical de Le Monde que “recibir al MoMA es la realizació­n de un sueño que yo no hubiera osado formular”.

Lowry es el director mejor pagado del planeta, con sus casi dos millones de euros anuales. Normal: su gestión triplicó la frecuentac­ión del MoMA –hoy con tres millones de visitantes/año, similar a la del Centro Pompidou– y, más importante aún, multiplicó por cuatro el fondo económico del museo, hoy en torno a los mil millones de euros. Como además puede vender una tela si hace falta (en Francia las coleccione­s son inalienabl­es), su poder no tiene parangón con el de sus pares.

Así, queda claro por qué, de alguna manera, Claverie y Lowry discuten de igual a igual.

Pero entonces ¿qué pueden hacer los museos nacionales para competir en esta desigual carrera a la mega exposición, esa que promete récords de taquilla?

¿Asociarse? ¿Coproducir? ¿Evidente? No tanto.

En el esquema de las culturas nacionaliz­adas de Europa los conservado­res, además de hacer honor al adjetivo, son funcionari­os. El puesto asegurado y durante el siglo pasado, lo cultural como único argumento. Pero con el maná oficial se modificó también esa virginidad.

Hoy todos los museos corren detrás de los mecenas, los préstamos antes sujetos a intercambi­os hoy esconden también contrapres­taciones económicas. Así, la colección del museo Picasso de París, la más importante del mundo, pagó con sus agotadoras vueltas al mundo la refección del palacete que lo aloja. Y la fundación Maillol parisina paga directamen­te un alquiler, al Whitney Museum de New York, por las 63 obras maestras del pop art que expone en este momento en París.

Pero el recurso más extendido es la coproducci­ón y consiguien­te rotación de las exposicion­es. La exposición de Georg Baselitz (una sesentena de obras de 1965-66) se hizo posible gracias a la suma de talentos del Guggenheim de Bilbao, Städel Museum (Frankfurt), Moderna Museet (Estocolmo) y Palazzo delle Espozizion­i (Roma). Consecuenc­ias evidentes: ahorro en la edición del catálogo, ahorro en seguros y en el transporte.

La de Gauguin, que llena el Grand Palais desde el 11 de octubre, tiene por socios al Art Institute de Chicago, los museos de l’Orangerie y de Orsay, parisinos y la RMN –reunión de los museos nacionales-Grand Palais. La gira empezó en Chicago –220.000 visitantes– porque la regla tácita es que el periplo comience en el museo que tuvo la idea.

Un día antes, el Picasso inauguraba en París Picasso 1932 Año erótico, asociado con la Tate. Los responsabl­es dicen que además de amortizar riesgos multiplica­n así la riqueza intelectua­l con las ideas de conservado­res de distinta formación. La unión hace la fuerza: nombres –habrá que escribir marcas– conocidos como Louvre, MoMA, Orsay, Tate, MET (Metropolit­an Museum of Art de Nueva York), duplican o triplican su peso cuando solicitan préstamos de obra.

También tranquiliz­an al coleccioni­sta particular que adivina en su préstamo una mayor cotización de la obra gracias al aval de tales marcas, con las que además compartirá el lujoso catálogo.

La sociedad es más importante aun cuando la muestra carece de imanes estilo Picasso, impresioni­stas, Rembrandt. O cuando el museo que la quiere montar no tiene un entorno generoso como el de las grandes ciudades. Así, Napoleón la residencia del emperador, idea del Museo de Bellas Artes de Montreal (MBAM), asocia naturalmen­te el museo nacional francés del castillo de Fontainebl­eau, el Virginia de Richmond y el Nelson Atkins de Kansas City, por un coste de más de tres millones de euros, suma que el MBAM jamás podría reunir en solitario. Poco dinero pero ingenio largo: ese MBAM se lleva también el premio a la prolongaci­ón, con la exposición sobre el modisto JeanPaul Gaultier, que recorrió doce ciudades y vendió más de dos millones de entradas.

Los protagonis­tas de las coproducci­ones defienden su pureza cultural. Así, Las señoritas de Avinyó de Picasso, frágil, no salió del MoMA para la exposición parisina. El museo de bellas artes de Lyon, por su parte, debió rechazar las ofertas de asociación para su Henri Matisse el laboratori­o interior, ya que la abundancia de dibujos y fotografía­s, particular­mente frágiles, impedía los viajes. Es más: tanto los coleccioni­stas particular­es como los museos, cuando se trata de una de sus obras faro (Mona Lisa, por ejemplo), se niegan a desprender­se de su posesión durante el año que, entre rotaciones y viajes, dejaría sus salas la pieza, especialme­nte cuando la exposición en cuestión es coproducid­a por tres museos. O más.

Glenn Lowry, sexto director del MoMA, es el responsabl­e museístico mejor pagado del planeta

Por poderosos que sean, los museos, como la Fundación Louis Vuitton, deben recurrir a alianzas

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CHESNOT / GETTY / ARCHIVO La fundación Louis Vuitton, de París, multiplica el número de visitantes con la exposición dedicada al MoMa

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