Un baile de máscaras
En las fiestas versallescas no importa la credibilidad, sino la pose
Corazones rojos, fucsia e incluso verdes, labios carmesíes, palmas, algún bíceps y, por supuesto, el dedo pulgar hacia arriba se repiten hasta la saciedad en Instagram, esa burbuja de vanidad y autobombo donde cualquiera que quiera enseñar la patita se muestra, algunos con mayor ingenio que otros, para rubricar que tiene vida social, e incluso personal. Ahí vi desfilar a los invitados al baile de máscaras de Dior, que esta semana convocó a la gente guapa de Madrid. Digamos que la fiebre –pero también la procrastinación– impidieron que me pisara la cola del traje. A muchos periodistas siempre nos quedará el momento Pret à porter, aquella película de Robert Altman en la que un par de cronistas escriben viendo la tele del hotel, ahorrando energía, tiempo y dinero, y a la vez dimitiendo de aquello que solo podría filtrar su mirada e intuir su olfato. Muchas de las vips que asistieron al sarao, cargado de sofisticación y misterio, pasaron toda la tarde encasquetándose una peluca a lo Marie Antoinette, maquillándose igual que la Pompadour –ahora que está en venta el castillo que mandó construirle Luis XV ,enel valle del Loira– y arreglándose los bajos de vestidos prestados por las firmas. Los señores, se dibujaron el antifaz con lápiz negro, que es el sumum de la fluidez sexual, ese término que hoy abraza una sexualidad multiforme y ambidiestra, “carne y pescado” que se dice en patrio. El baile de máscaras siempre se ha relacionado con lo ambiguo y lo perverso. Tanto, que las cortes reales de Francia y los renacentistas venecianos lo elevaron al cénit de las fantasías libertinas. La estela de Versalles continúa viva y se replica cíclicamente en la moda, en el cine y la tele: las redacciones de revistas de moda se han enganchado ya a la serie del mismo nombre, que emite Netflix, plagada de conspiraciones, excesos y lujos. Ningún otro lugar del mundo había evocado tantos juegos de espejos para que la moda fuese su principal heroína. Las amantes del Rey Sol lo sabían y le rendían culto, anticipándose a la alta costura que, casi tres siglos después, crearían Galliano, McQueen o Rick Owens.
El pasado miércoles, desfilaron con todo su esplendor Pedro Almódovar, Rossy de Palma, Quim Gutiérrez, Marta Hazas, Brianda Fitz-James, Carmen Lomana, Cari Lapique o Quique Sarasola, entre otros invitados. La mise-en-scène sedujo a todos en el Palacio de los duques de Santoña, una joya barroca en el corazón del barrio de las Letras, con su decimonónica decoración orientalista y los frescos de Ma-
nuel Domínguez. Dior replicaba el bal masqué que organizó en el Museo Rodin el pasado enero, después de su desfile de alta costura. Allí pude ver en directo a las egregias Bella Hadid, Chiari Ferragni, Eva Herzigova, Bianca
Jagger o Kendall Jenner, que esta semana ha celebrado su sorpasso a Giselle como número uno de la lista de las tops más bien pagadas. Helaba en París, y servidora era de las pocas que no llevaba máscara veneciana, ni voilette, sino una terna oscura, uniforme de trabajo. En la carpa del Rodin, una mezcla de Eyes wide shut y la estética Luis XIV, se deslizaba Frédéric Beigbeder,
escritor y director de la revista
Lui, además de francés libertino que ha pretendido reactualizar el erotismo chusquero. Conversamos en la barra del País Vasco francés, donde transcurrieron los veranos de su infancia, pero también de la pérdida de la memoria a una edad temprana, que contaba en su mejor libro, Una novela francesa (Anagrama). Beigbeder recuperó su pasado como quien reordena un armario. Pero charlando con él, olvidé mi fular. Y cuando pretendí rescatarlo, un guardia me vetó el paso. Le dije que estaba allí, al lado de Beigbeder, con quien había entrado en el
côté vip, y lo señalé, a lo que el portero respondió con una mueca insultante: en aquel momento, el escritor estaba rodeado por dos modelos espectaculares que le acariciaban el cuello con sus plumas de avestruz. En las fiestas versallescas no importa la credibilidad, sino la pose. Si no fuiste bendecida por Afrodita, tienes que jugar la carta de la extravagancia, o del disparate. En la fiesta-colofón de Dior con motivo de la reinauguración de su boutique, triunfaron las pieles de Palomo,
el encaje negro de Adriana Ugarte, el tocado de altísimas plumas doradas de Nati Abascal
y las máscaras de Cristina Tosio y Lulu Figueroa. Quedaba inaugurada la temporada de fastos de un año raro: fiestas de burbujas y disfraces en espacios de ensueño, porque la clave del éxito de una fiesta hoy son la localización y el
photocall, el resto actúan de mero relleno. Apenas hay que hablar y escuchar, basta con peinarse bien, sonreír a cámara y brindar bajo las arañas de cristal. Luego, en Instagram, se le añaden corazones de colores para sentir un amor tan postizo como unas pestañas.