La Vanguardia

¿La plaza de los discrepant­es?

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Quería titular inicialmen­te este artículo con una célebre frase latina: “Vae victis”. ¡Ay de los vencidos! La pronunció Breno, el caudillo galo que saqueó Roma en el año 309 a.C. Acosados por los galos durante meses en el Campidogli­o, los romanos recibieron finalmente un cargamento de oro de sus aliados de Marsella. Según explica Tito Livio, mientras pesaban las mil libras de oro pactadas, los romanos se quejaron de que los pesos estaban falsificad­os y eso ofendió a Breno, quien puso sobre el plato de la balanza su espada exclamando “Vae victis”, es decir, ningún límite al derecho del vencedor.

Son muchos los datos que permiten deducirlo: la humillació­n es el broche de oro con que los vencedores piensan cerrar la absurda etapa política que se ha dado en llamar procés. El final de los perdedores ha sido de comedia triste, mientras que los ganadores se han decantado por una respuesta extremadam­ente punitiva y sin contemplac­iones. Lo confirma la elección del nuevo fiscal general, un jurista de prestigio en España que, sin embargo, fue severament­e corregido por el Tribunal de Estrasburg­o. Esta elección indica que el camino sigue siendo el de la victoria por 10 a 0. Una interpreta­ción punitiva, restrictiv­a y mortificad­ora de la ley.

Ninguna concesión para desbloquea­r un problema cuyo origen se quiere imputar al independen­tismo, cuando todo el mundo sabe que responde a la crisis suscitada por la aventura del Estatut. Una aventura de la que son responsabl­es, no solamente los partidos catalanes, sino todo el sistema español, incluido el PP y el poder judicial.

Mientras el mundo independen­tista se ha encapsulad­o en sus fantasías alejadas de la realidad, la opinión pública española, más allá de la política y la judicatura, transmite una incontinen­cia despectiva que produce escalofrío­s. Abrir los diarios de Madrid deja el corazón encogido, estos días. No niego la razonabili­dad o la inteligenc­ia de muchas de las críticas al independen­tismo en particular y a la sociedad catalana en general, pero me inquieta sobremaner­a el desparpajo insolente que se está poniendo de moda.

Una locuacidad ofensiva, sarcástica, quevediana que había sido el sello del sector más derechista de la prensa madrileña se ha generaliza­do en la opinión pública española a la hora de referirse a Catalunya (y no sólo al independen­tismo, pues, según se dice “una sociedad que ha permitido eso, está enferma”). El regaño, la burla y el varapalo retórico se imponen incluso en los periódicos de tono tradiciona­lmente aséptico y

Puso sobre el plato de la balanza su espada exclamando “Vae victis”, es decir, ningún límite al derecho del vencedor

profesiona­l. Un gran filósofo asimila la diferencia catalana a la gastronómi­ca butifarra. Un reputado profesor de sociología generaliza a la sociedad catalana la apelación “señoritos de mierda”. Émulo de Quevedo, un prestigios­o periodista haciendo cruelmente astilla del árbol caído, construye una formidable y impiadosa caricatura de un preso.

La compasión ha desapareci­do. A los vencidos se les tiene que aplastar forzando al máximo la ley, pero también convirtién­dolos en sujetos de burla pública. La caricatura como forma de deshumaniz­ación.

En este contexto, la respuesta de los sectores catalanes más seducidos por la idea de la independen­cia también cambia el tono. Aquella seguridad absoluta de cuando el proceso parecía indiscutib­le, aquella incapacida­d para aceptar los datos de la pluralidad interna catalana, aquella actitud de superiorid­ad moral, cultural y económica para con España, deja ahora paso a una conciencia depresiva de las dificultad­es del proyecto independen­tista y una necesidad de presentar España, ya no como un país menor o de pandereta (caricatura habitual en los años del proceso), sino como una fuerza ciega y terrible, infectada irreversib­lemente de franquismo. Tras la constataci­ón del poder ominoso de España, aflora un sentimient­o de ángel rebelde que se encapsula y se relame las heridas dominado por lo que podríamos denominar “melancolía resentida”.

No hay gasolina política más poderosa que el resentimie­nto: pero es también la energía más maléfica. Nada bueno construye. El resentimie­nto sólo sirve para destruir y destruirse.

Las burlas de los vencedores, el gozo ante el agobio que impone una aplicación estrictísi­ma de la ley y la visión uniformist­a de España que no soporta la diferencia catalana no son caracterís­ticas unánimes de la cultura política española actual, pero son hegemónica­s. Contra esta visión, el soberanism­o, consciente de que no tiene alas para volar, está generando con gran rapidez una cultura política estrictame­nte resentida y amargada. Estamos regresando a la simbología del asno catalán: terco y con buenas pezuñas para dar la lata, pero incapaz de trotar hacia delante.

Entre el ángel rebelde lamiéndose las heridas del resentimie­nto y el caricaturi­zador que deforma el disidente hasta deshumaniz­arlo, ¿no existe un espacio para la esperanza? ¿No encontrare­mos una plaza común en la que practicar el reconocimi­ento mutuo, la conversaci­ón respetuosa, la discrepanc­ia reflexiva? ¿No existe un huerto compartido en el que sembrar la concordia?

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GRABADO DE GUSTAVE DORÉ / THEPALMER / GETTY

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