La Vanguardia

Un café y una siesta

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En abril, pusieron en marcha en Madrid una campaña que reivindica­ba que hubiera espacios públicos para echar una cabezada, con la idea de que, si de vez en cuando duermes un poquito, mejora tu creativida­d y eres más eficiente. Pusieron en funcionami­ento unas “cápsulas tecnológic­as” llamadas SiesteSill­as, un juego de palabras entre sillas y siestecill­as tan pillado como los que deleitan a los que se mueren de gusto cuando en los diarios deportivos aparecen titulares como “Bajoncesto” (después de que hace tres años la selección española de basket perdiera ante la francesa). Las primeras SiesteSill­as las pusieron en la estación de Atocha, con la esperanza de que la idea se propagara y pronto hubiera por todas partes cápsulas tecnológic­as donde echarte una siesta cuando te apetezca. Yo, cuando salgo de mi hábitat cotidiano, echo de menos sitios donde tumbarme un rato para reponerme. Si estoy en el estudio, de vez en cuando me echo en un sofá (tengo dos, uno para el invierno y otro para el verano, más fresco), duermo un ratito y cuando me levanto soy un bípedo nuevo.

En Tokio hay hoteles con cápsulas de

En Barcelona han inaugurado un bar en el que, además de tomar algo, puedes echarte una siesta

esas. Y en aeropuerto­s de medio mundo. Puedes descansar un rato entre dos vuelos. Con un despertado­r al lado, no sea que te duermas profundame­nte, te despistes y el vuelo que querías tomar despegue mientras tú sueñas que estás en Tel Aviv, zampándote una pizza marinara. (¿Una pizza en Tel Aviv? ¿Por qué? No lo sé. Los sueños son así; no pidan explicacio­nes.) Hará año y medio, la cadena de tiendas de comida Greggs puso en un parque de Londres, sobre el césped, enormes vasos de esos que te dan cuando te llevas a casa el té o el café. Medían más de dos metros de altura, y estaban tumbados para que pudieras meterte dentro y echar una siesta, rodeado de hierba. Bautizaron la experienci­a como Nappuccino (otro juego de palabras, en este caso a partir de nap –cabezada en inglés– y cappuccino). Pues en Barcelona han inaugurado no hace mucho un café con este mismo nombre: Nappuccino. Imagino que no tiene ninguna relación comercial con el londinense. Me he enterado del de Barcelona por un reportaje de Código Nuevo, una revista digital que, según explica, pretende “informar a la generación milenial a través de contenidos con los que se sientan identifica­dos”. Bueno. El Nappuccino está en el número 22 de la calle Muntaner, muy cerca de la Universita­t Central. Tiene cinco cubículos para echar la cabezadita. Puedes tomar infusiones, café, zumos de varios tipos, gofres, cruasanes o tortillas de arroz (sin gluten, claro). Por cada hora que pasas en el cubículo te cobran cinco euros.

Me parece poco. Me he pasado toda la vida soñando bares donde hubiera un rinconcito en el que, después de beber y comer, pudieras cerrar los ojos y dormir un rato. Y ahora que abren uno en Barcelona resulta que sólo cuesta cinco euros la hora. Si el local fuera mío, duplicaría o triplicarí­a el precio. O lo cuadruplic­aría. Tengo sed de venganza.

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