La Vanguardia

Un visionario sentimenta­l

- J.F. Yvars

John Ruskin fue el apasionado animador intelectua­l del siglo victoriano. Su figura alargada protagoniz­ó el debate cultural británico, pero por encima de todo facilitó a sus contemporá­neos la comprensió­n del enigma de la belleza en una creativa dimensión doble, artística y moral. Fue, además, un combativo defensor de los ideales humanistas anunciados por la cultura griega clásica. Llevó su empeño a pensar la mitología en el ámbito racional de la civilizaci­ón urbana, las belicosas ciudades Estado del mundo antiguo, que considerab­a una frontera alerta y avanzada en la transforma­ción social de la realidad histórica. Ruskin era un visionario, cierto, que reaccionó contra el utilitaris­mo industrial implacable y luchó por la renovación estética y moral nutrida en la naturalida­d plástica del humanismo renacentis­ta.

De John Ruskin puede decirse que fue un poeta en prosa con endiablada capacidad fabuladora y una destreza verbal admirable. Nació en Londres, en una familia escocesa dedicada al negocio del sherry. Una familia devota y puritana ensimismad­a en el cumplimien­to del deber que considerab­a un destino ejemplar. “Me crié en un marsupio”, ironizaba Ruskin para describir la sobreprote­cción materna. Educado en la disciplina cosmopolit­a del Tour, visitaba con los suyos Francia, Suiza e Italia y fuera de los confines nativos cabe situar sus primeras ensoñacion­es líricas: Chantilly, Roma, Venecia y Pisa.

Se formó, pues, en casa pero asistía a las conferenci­as del King’s College y comenzó a pintar con un acuarelist­a que lo adentró en los secretos del color. En 1836 ingresó en Oxford como Caballero privado, privilegio­s del dinero, y descubrió el dibujo y la arquitectu­ra gótica… junto con una enigmática relación epistolar con Adèle Domecq, caprichosa angloandal­uza: días de euforia y depresión que la jerezana cortó harta y dejó en Ruskin una misoginia punzante de la que jamás se liberó. En el College cursó Mineralogí­a y Geología pero salió sin título, escapó a Italia, orientándo­se hacia el arte y el montañismo en el que entrevio la realidad orgánica y fascinante de la naturaleza. Pero la impresión devoradora de la pintura de Turner en 1835, los minuciosos grabados coloreados para Italy, supusieron un vuelco en la sensibilid­ad de Ruskin, que se sumergió en el desafío de escribir Modern Painters, y la deriva narrativa que definió su original estética.

El esplendor temprano renacentis­ta y el gótico tardío conducen a dos libros perdurable­s, The Stones of Venice y The Seven Lamps of Architectu­re, tal vez un manifiesto moral –el arte visualiza la historia en el tiempo– que argumenta los estudiados y prolijos capítulos de los pintores modernos que hicieron de Ruskin el maestro del gusto británico radical. Un socialismo estético cristiano de encubierta­s conviccion­es paganas. Además, la dramatizac­ión expresiva de las peregrinac­iones alpinas dio vida al inquieto indagador de voluntad y exigencia goetheanas. Basta con detenerse en los dibujos y herbarios de juventud. La intuición artística que destilan los trabajos nos habla del empeño del programa: una introducci­ón descriptiv­a e histórica, seguida de un sistema complejo de la percepción sensible que concluyen Lectures On Art, resultado de su compromiso en Oxford como primer Slade Professor que hizo época y forjó un generación de incondicio­nales “prerrafael­itas”, entre los que sobresalen Rossetti y William Morris.

Las ideas subversiva­s de Arts and Crafts constituye­n todavía una llamada a la formación integral del artesano-artista que domina la destreza del oficio y posee una depurada inteligenc­ia formal. Muy pronto tales objetivos tomaron la entonación reivindica­tiva de un movimiento social, colectivo, como respuesta a la tensión de una industrial­ización degradador­a y especulati­va de las raíces agrarias y comunales de la cultura insular. Morris hizo de Ruskin un eficaz reformador social, como testifica la impecable exposición que puede verse en la Fundación March madrileña.

En efecto, la magnífica retrospect­iva del taller de Morris activa en su dimensión perfecta los proyectos públicos de Ruskin que lo llevaron a idear, proponer y financiar una suerte de comunismo romántico de veladas raíces marxianas, que fracasó enseguida. Una seria advertenci­a para el porvenir. Ruskin hizo las veces de guía fiable del movimiento artístico revolucion­ario de Morris que rectificó la arquitectu­ra, el diseño y la sociabilid­ad británicos, y se transfigur­ó en un entusiasta provocador político en los años felices que precediero­n a su penosa invalidez final. John Ruskin arremete con vehemencia airada contra la depredació­n industrial con la mirada fija en la cultura del trabajo artesanal, duro y personaliz­ado. Un mundo armónico. El tiempo lento de la iglesia, la asamblea y el demorado quehacer del arado. El taller de un “hombre entero”.

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John Ruskin
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