La Vanguardia

El de Vinaròs tenía mucho talento; quizá por eso nunca pudo estrenar en el Liceu Carles Santos

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que es tan importante como las fugas de Bach o las polifonías de Tomás Luis de Victoria.

Nunca había visto un muerto tan muerto como Carles Santos. Lo que significa que, pese a las noticias que de él me llegaban, nunca quise aceptar que aquel talento desbocado, despeinado y vital, que tantos escenarios sacudió, pudiera desaparece­r algún día. Intento contar aquí el impacto que tuve cuando vi el austero ataúd y su cuerpo cubierto con una mortaja negra que parecía querer intensific­ar la muerte. Solo su potente cabeza de augusto genial, descubiert­a, parecía querer negar la evidente realidad. A Santos, que, según la mujer con gato, luchó por una postura, un lenguaje, un oficio y una humanidad, lo conocí gracias a Joan Brossa. Fue él quien le invitó a no quedarse en genio, en el piano de siempre, en el piano que gusta a los padres y las tías,

Me pregunto si para homenajear a Carles Santos debidament­e algún artista será capaz de concebir algo parecido a aquella pira funeraria, pero festiva, que él plantó en una plaza de la leridana Agramunt. En aquella ocasión fueron doce los pianos que ardieron para evocar al amigo muerto, al pintor Josep Guinovart, que también era solar. Y además de aquellos pianos ardiendo con intención pagana, es decir, religiosa, no faltaron sopranos y mezzosopra­nos gruesas y hermosas, que cuentan mejor la vida que los muy sobados desamores con collar de perlas de tres vueltas de Maria Callas.

A Santos, como a Brossa, le obsesionab­a la cruz cristiana. Y el piano, ay, el piano le robó la calle de su infancia, que entonces era el mejor regalo que se le podía hacer a un hijo único.

Gracias, Carles.

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