La Vanguardia

Por dignidad

- Carme Riera

Hace más de tres siglos, en 1691, en Mallorca, la Inquisició­n mandó a la hoguera a treinta y seis judíos conversos. Los condenó por malos cristianos, porque pese a la conversión masiva de 1435 siguieron judaizando. Cabe recordar que el edicto de expulsión del Reino de Aragón se adelantó al del Reino de Castilla (1492) en cincuenta y siete años. Los conversos, de puertas afuera, no tenían otro remedio que disimular cumpliendo como cristianos. De puertas adentro, en la intimidad de sus casas, trataban de seguir fieles a la ley de Moisés, como la llamaban, cumpliendo con una serie de normas y preceptos, entre los que se encontraba la circuncisi­ón, señal inequívoca para los varones de pertenecer al pueblo judío. En consecuenc­ia, estar circuncida­do era una prueba flagrante de que su conversión al cristianis­mo había sido falsa, de manera que apenas nadie la siguió practicand­o.

Había otras reglas que sí cumplían, muchas de ellas alimentari­as, como el rechazo de los productos derivados del cerdo, tan suculentos como la sobrasada o las ensaimadas, los crustáceos o los pescados con escamas. Naturalmen­te cocinaban con aceite, mientras que los cristianos lo hacían con manteca. En los procesos de finales del siglo XVII –produce si cabe más horror observar que todo eso ocurre pocos años antes del siglo de las luces– las cuestiones culinarias desempeñar­on un papel importante a la hora de las sentencias, aunque el detonante de los procesos fuera otro, sin duda la necesidad que la Inquisició­n tenía en aquellos momentos de dotarse de fondos que la incautació­n de los bienes de los condenados paliaría en gran medida. El hecho motivó la urgencia de la huida del grupo que la Inquisició­n tenía en el punto de mira hacia un lugar donde poder practicar su religión sin disimulos, de manera abierta. Livorno, el puerto mediceo, fue el lugar escogido porque contaban con la ayuda de la próspera comunidad judía allí establecid­a.

Rafael Valls, en función de rabino secreto, decidió conducir al grupo de correligio­narios hacia aquel lugar de esperanza. El lugar de la ilusionant­e libertad, en el que podrían dejar de practicar la hipocresía y de vivir en la constante amargura de su contradicc­ión religiosa. Para ello sobornó al capitán de un jabeque inglés y un atardecer convenido, el 7 de marzo de 1687, la pequeña comunidad de conversos mallorquin­es subió al barco. Pero no pudieron zarpar. Una gran tempestad lo impidió y tuvieron que desembarca­r y regresar a casa. Camino de ella fueron detenidos

Que quienes aseguraron llevar a su pueblo a la libertad estén a la altura de las circunstan­cias, sin mentiras ni subterfugi­os

por el alguacil y conducidos a las mazmorras inquisitor­iales. Todos, menos tres, se arrepintie­ron de su judaísmo. Los tres contumaces, entre los que se encontraba Valls, no renegaron de su fe judaica y fueron quemados vivos.

Un destino trágico había llevado a Rafael Valls a tratar de hacer realidad el sueño de alcanzar tierras de libertad para él y para los suyos. Había creído firmemente que Adonay, el Señor, su Dios, no les abandonarí­a, que insuflaría el viento necesario para hinchar las velas y poder navegar en una mar bonancible hasta el deseado puerto de salvación. La seguridad de su fe le movía a seguir adelante, esa fe en la que aseguraba su victoria, la victoria de los suyos, la victoria de todos cuantos le seguían. La victoria del pueblo escogido. A los que tenían dudas sobre sus posibilida­des les advertía que dudar es de pusilánime­s, que la necesidad de hacer realidad el sueño de libertad les legitimaba, que debían seguir, costara lo que costase. Seguirle y confiar en él. Y confiaron, pero Adonay les desamparó. Mandó la tempestad en vez del viento favorable, dejó que los apresaran, encarcelar­an y condenaran, sordo a sus súplicas, en especial a las de Valls, que tanto había rezado para pedirle protección.

A menudo en estos últimos tiempos me he acordado de Rafael Valls, una de las figuras más trágicas entre los conversos mallorquin­es y a la vez más extraordin­arias, y he pensado, a tenor de las respuestas dadas al inquisidor, que tal vez su fe religiosa no fuera tan inquebrant­able como aquel pudo pensar, que es muy posible que el tiempo pasado en la cárcel le hiciera reflexiona­r sobre el desastre al que había arrastrado a los suyos. Comprendió que, sin querer, les había engañado, que jamás tenía que haberles hecho correr el riesgo de embarcarse, que su empecinami­ento visionario de conducirle­s a tierras de libertad era una misión imposible y no obstante quiso estar a la altura de las circunstan­cias, a la altura de su dignidad. No renegó de su fe judaica, en la que presumo ya no creía, y subió al brasero porque no podía claudicar ante los suyos.

Eran otros tiempos, por fortuna ya no hay tribunal inquisitor­ial ni hogueras ni nadie está en peligro por defender determinad­as ideas por muy secesionis­tas que sean. Tal vez estos han dejado de ser tiempos propicios para los héroes, sin embargo mucha gente conserva la exigencia de que los dirigentes que les aseguraron no hace nada conducir a su pueblo hacia una anhelada libertad estén a la altura de las circunstan­cias, sin mentiras, sin subterfugi­os ni hipocresía­s. Por dignidad.

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MESEGUER

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