La Vanguardia

Un balón para las serpientes

- Xavier Aldekoa

Emmanuel se parecía a Morgan Freeman. Tenía doce años, bolsas debajo de los ojos y una sonrisa callejera. Esto último, literal: había vivido dos años en las calles de Kara, en el norte de Togo. Decidió a su manera que íbamos a llevarnos bien. Después de un rato charlando tranquilam­ente con él y otros niños callejeros, se escurrió a mis espaldas y me plantó un cuchillo en la garganta. Mi acojone le pareció de fiar, porque a los dos segundos se guardó el arma, soltó una risotada y me dio un toquecito en el hombro en plan era broma, tío, no te iba a hacer nada. Los demás se rieron también, y seguimos hablando como si nada.

Emmanuel y sus amigos eran niños serpiente. Demonios. En algunas partes de África, cuando ocurre una muerte inexplicab­le –y en Togo, el sida o la malaria hacen estragos–, se acude al hechicero para que tire unas conchas al aire, hable con los espíritus y encuentre la explicació­n. A veces acusa al benjamín de la familia de haberse comido el alma del familiar fallecido. La tradición dice que no se puede asesinar a un niño serpiente porque después todos los bebés de la familia nacerán diablos, así que muelen a palos al chaval para que se vaya. Muchos de esos niños de la calle creen que llevan un bicho dentro, pero Emmanuel ya no.

Cuando le conocí, vivía en un centro salesiano que acoge a 50 niños acusados de brujería, donde reciben comida caliente, educación y amor propio. En la calle, los niños serpiente son repudiados y tratados peor que perros, así que refugiarse allí les permite recuperar la dignidad y deshacerse poco a poco de la culpa. Por las tardes, montaban en el patio unos partidos de fútbol de aúpa. 25 contra 25. Chavales de todas las edades, que se doblaban la edad, corrían detrás de una bola hecha de bolsas de plástico

Le dije que quizá podía cambiar la pelota por una de plástico, y él puso mirada de Corleone

atadas con cordeles que rebotaba a lo loco en la arena. Se daban unas patadas asesinas.

La tarde antes de irme les di una sorpresa: un balón de cuero. La explosión de júbilo fue descomunal. Sébastien, un chaval de 7 años, se aferró a mi pierna como un koala, me dio mil veces las gracias y me pidió que no me fuera nunca. Su promesa de amor eterno duró poco.

Al cabo de unos minutos de partido, los más pequeños se dieron cuenta de que el balón era demasiado grande y pesado para ellos. Sus chutes apenas movían la pelota en la arena, y los mayores tenían ventaja. También poca paciencia: pararon el partido y ordenaron a todos los renacuajos que salieran del campo.

Me acerqué avergonzad­o a Sébastien, quien sentado en el córner me preguntó cuándo había dicho que me iba, en un alarde de sutileza propia de un genio. Le dije que quizá podía cambiar la pelota por una de plástico, y él puso mirada de Corleone.

–Ce n’est pas necessaire.

A la mañana siguiente, el balón de cuero apareció pinchado en el patio.

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