Atajar el desperdicio de alimentos
EL mes de diciembre es especialmente oportuno para reflexionar sobre uno de los desajustes más lacerantes de la humanidad: un tercio de todos los alimentos producidos se estropea o se desperdicia mientras que uno de cada siete habitantes del planeta pasa hambre. A partir de estas premisas tan elocuentes, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (más conocida por sus siglas en inglés, FAO) desarrolla una campaña muy oportuna para reducir la comida que se estropea y la que se desperdicia, dos maneras muy distintas de llegar al actual desastre y localizadas en ámbitos geográficos alejados.
El desperdicio de alimentos es, básicamente, un asunto propio de las sociedades avanzadas, donde terminan en la basura bien por los plazos de caducidad de obligado cumplimiento en los establecimientos o cadenas de alimentación –en algunos productos, discutibles o innecesariamente rigurosos–, bien porque el consumidor final tarda en ingerirlos y opta por arrojarlos al contenedor (un 40% de las pérdidas en los países desarrollados son atribuibles al consumidor final).
Los alimentos que se pierden son un problema localizado sobre todo en las regiones subdesarrolladas del planeta. África es un claro ejemplo y es un continente prioritario en la campaña de la FAO para atacar el dramático desajuste de un mundo que produce alimentos para todos pero en el que muchos seres humanos pasan o incluso mueren de hambre, con vidas a expensas de la ayuda internacional. Las causas de esta cadena son variadas, pero hay una singularmente dramática: las guerras y los consiguientes desplazamientos de la población, que rompen las cadenas de la producción (un país como Nigeria tiene 2,6 millones de desplazados y 7 millones de habitantes que dependen de la ayuda internacional). La falta de medios para modernizar los cultivos, los modelos de producción sin una eficaz colaboración entre los diferentes actores o las dificultades de almacenamiento o distribución hacen que en África se pierdan cada año alimentos suficientes para 300 millones de personas, una cifra superior a los 220 millones de africanos que pasan hambre.
La buena noticia de este panorama desolador es que existe un claro y urgente margen de maniobra para terminar con la contradicción. Tanto la FAO como numerosas oenegés y organizaciones religiosas están diagnosticando el problema con precisión y aplicando remedios. La lógica es implacable: si sobran alimentos, sobra también el hambre estructural.