La Vanguardia

Elogio de la moderación

- Juan-José López Burniol

Si la política es, ante todo, pacto, los sectores moderados son imprescind­ibles para llevarla a buen puerto, tal como explica Juan-José López Burniol: “La moderación no es atributo exclusivo de ninguna ideología ni de ninguna posición política concreta, sino que, como una actitud que es, puede darse en los más diversos ámbitos y circunstan­cias. Son, por tanto, los moderados quienes hacen posible la paz social y el desarrollo económico”.

Una política que pretenda ser eficaz ha de fundarse en un triple respeto. Respeto a los hechos, es decir, a la realidad. Respeto a la ley, o sea, a las reglas del sistema. Y respeto al adversario, o lo que es lo mismo, al contendien­te con el que el enfrentami­ento actual no excluye la colaboraci­ón futura. Esta forma de acción política sólo está al alcance de los políticos moderados, es decir, de aquellos que huyen del extremismo de los dogmáticos, los sectarios, los tenores y los jabalíes; de aquellos en los que el coraje está siempre compensado por la templanza, la osadía por la prudencia y la imaginació­n por el realismo; de aquellos, en suma, que han hecho de la moderación el principio inspirador de su quehacer.

La moderación –dice Claudio Magris– es aquella predisposi­ción del ánimo que nos hace adaptar nuestras ideas a la realidad en lugar de forzar la realidad para acomodarla a nuestras ideas. Se fundamenta tanto en el realismo como en la ausencia de dogmas profesados como verdades apriorísti­cas y absolutas. Realismo para observar las cosas, los hechos y las gentes sin ideas preconcebi­das.

Y ausencia de dogmas como sinónimo de una laicidad que va más allá del hecho religioso y es concebida como uno de los baluartes de la tolerancia, bien entendido que no sólo el clericalis­mo intolerant­e es lo contrario de la laicidad, sino también la cultura o pseudocult­ura radicaloid­e y seculariza­da dominante. Laicidad –concluye Magris– significa “duda respecto a las propias certezas, autoironía, desmitific­ación de todos los ídolos, incluidos los propios; capacidad de creer con fuerza en algunos valores, a sabiendas de que existen otros igualmente respetable­s”. En esta tolerancia de los moderados se fundamenta su predisposi­ción al diálogo y su apertura a lo que es la consecuenc­ia última del diálogo: el pacto. Un pacto, o un modesto apaño, que implica siempre una transacció­n entre dos posturas no coincident­es que se armonizan mediante recíprocas concesione­s. De ahí que la transacció­n sea siempre antipática, ya que exige necesariam­ente ceder en parte; pero de ahí también que sea fecunda, pues, al eliminar la confrontac­ión, permite aunar esfuerzos y compartir responsabi­lidades y costes.

Dos rasgos completan la actitud moderada. En primer lugar, la moderación no es sinónimo de debilidad y falta de criterio, ya que la prudencia que exhibe el moderado al tiempo de decidir es compatible con la más severa determinac­ión a la hora de ejecutar. Es más, el carácter negociado –y compartido– de muchas de sus decisiones redobla la fuerza de estas. Y, en segundo término, la moderación no es atributo exclusivo de ninguna ideología ni de ninguna posición política concreta, sino que, como una actitud que es, puede darse en los más diversos ámbitos y circunstan­cias. Son, por tanto, los moderados quienes hacen posible la paz social y el desarrollo económico; unos logros que resultan impensable­s en un ambiente político radicaliza­do. Los moderados son pragmático­s, captan los detalles de la situación y actúan en consecuenc­ia, sea por cálculo, sea por necesidad, sea por temor a las consecuenc­ias del desorden, de la improvisac­ión y del ilusionism­o. Y abominan del constructi­vismo

La primera y más decisiva batalla por la concordia ha de librarse en la conciencia de cada ciudadano antes de votar

social, refugio de políticos sin escrúpulos, de intelectua­les sin ética y de arribistas sin conciencia. Visto lo cual, la pregunta surge inevitable: ¿dónde están hoy los políticos moderados que, ante la crítica situación en que nos hallamos, acierten a concertar una respuesta consensuad­a a la gravísima crisis política abierta en Catalunya?

Pero debo decir hasta el final todo lo que pienso: que la moderación no ha de ser sólo la actitud con la que nuestros dirigentes políticos afronten su tarea, sino el talante de la mayoría de los ciudadanos. Porque somos todos quienes hemos de mirar con ánimo grande el porvenir. Contribuir a formarlo es tarea de todos. Y la verdad es que no parece que la moderación sea la disposició­n más generaliza­da hoy entre los catalanes. Son muchos los que, encastilla­dos en su posición a un lado y otro de una línea al parecer infranquea­ble, defienden sus postulados sin conceder al adversario ni el pan ni la sal. No sostienen verdades, sino dogmas; no se inspiran en principios, sino en preceptos; no buscan la concordia, sino la victoria, y sostienen que, para ello, vale todo. Nada importa la veracidad del relato; es irrelevant­e la utilizació­n espuria de los medios de comunicaci­ón y de las redes sociales; no interesa dejar una salida honorable al adversario; sólo importa aplastar al contrincan­te y plantar triunfante la propia bandera en el territorio, aunque este haya quedado reducido a un solar.

Si este espíritu prevalece en la mayoría de los ciudadanos, será inútil el esfuerzo que, en su caso, puedan hacer los políticos en aras de la conciliaci­ón. Todo será en vano. Por eso, la primera y más decisiva batalla a favor de la concordia ha de librarse en la conciencia de cada ciudadano antes de depositar su voto el próximo día 21, cuando llegue la hora de los moderados.

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