Ingobernable
Michel Barnier dirige las negociaciones del Brexit en nombre de la UE. Es un político francés de largo recorrido y el miércoles pasado tomó la palabra en el Parlamento de Estrasburgo. Era un día desapacible, incómodo para los turistas que llenaban las calles de la ciudad vieja en busca de un adorno de Navidad. Europa, para estos turistas llegados de China y Estados Unidos, es pintoresca e inofensiva. La capital de Alsacia, a pesar del mal tiempo, es un lugar agradable donde los carritos del mercado navideño sirven vino caliente, salchichas ahumadas y pain d’épices.
Las patrullas militares se han integrado con naturalidad en este paisaje de luces y aparente armonía. Nadie parece echar de menos la Europa anterior al terrorismo islamista.
Barnier, en el hemiciclo futurista de la Eurocámara, reconocía, sin embargo, que la foto de la Europa más turística poco tiene que ver con la realidad política, económica y social. Reconocía, en fin, que mucho más importante que el Brexit era reformar a fondo la Unión Europea.
La sala estaba medio vacía, lo que es muy habitual. Los diputados ocupan su escaño sólo si tienen que hablar –disponen de un minuto como máximo– o si tienen que votar.
El Parlamento Europeo representa a los ciudadanos de Europa y no hay mejor ejemplo para explicar el agotamiento del modelo representativo. La tramitación legislativa, el afán regulador y la disciplina de voto, por poner sólo tres ejemplos, alejan a la institución de los anhelos de la ciudadanía a la que sirven.
“El esquema formal de la democracia representativa, creado a principios del siglo XIX, está en crisis”. Lo dijo Josep Maria Vallès, científico de la política y experto en sistemas electorales, hace un par de semanas en Madrid, en el último diálogo del ciclo España plural, Catalunya plural, que organiza la Asociación de Periodistas Europeos y la fundación Diario de Madrid. “Tiene deficiencias estructurales que pro- ducen tensiones entre los poderes del Estado (...) No sabe, por ejemplo, cómo encajar el activismo ciudadano que recurre a la movilización y la justicia para hacer avanzar una agenda determinada. Lo que los medios de comunicación sustancian en poco tiempo a un Parlamento le lleva mucho. El debate se produce, además, entre grupos muy disciplinados y al final hay mucha impostura”.
El Estado nación se basa en el principio de legitimidad y en el de eficacia. Un Parlamento ineficaz que, además, pierde legitimidad ante la ciudadanía, anticipa el colapso de un sistema que no encuentra la manera de representar el interés común.
Por eso hay tantos estados europeos que sufren tensiones internas y se hacen ingobernables. Aunque desde la gestión administrativa funcionen como un reloj, la política no encuentra la fórmula de recuperar legitimidad y eficacia. Bélgica fue un ejemplo: 535 días sin gobierno en 2010-2011. España también (314 días). Ahora lo es Alemania, el paradigma de la estabilidad, y el Reino Unido, en manos de un gobierno minoritario que está a merced de un pequeño e intransigente partido norirlandés, el DUP.
El pasado día 4, cuando la primera ministra Theresa May estaba en Bruselas para cerrar la primera fase de la negociación del Brexit, el DUP la apuñaló por la espalda. La frontera entre la república de Irlanda y la provincia británica de Irlanda del Norte, el problema que Londres no había querido ver, era ahora un escollo real, el lugar donde la fantasía de la desconexión se daba de bruces con lo inevitable.
Dublín no quiere que vuelva a haber una frontera entre las dos Irlandas cuando el Reino Unido deje la UE. Esto implica que Irlanda del Norte se mantenga dentro del mercado único y la unión aduanera, un régimen que fortalecerá la unidad con Irlanda, algo que el DUP no quiere ver. Un acuerdo semántico evitó el naufragio, pero no ha solucionado el problema, que, a partir de ahora, será uno más de los muchos de largo recorrido que tiene Europa.
Este caso ilustra lo que Barnier intentaba explicar el miércoles en Estrasburgo: la pérdida de legitimidad y eficacia de las instituciones democráticas abre espacios de fantasía que los políticos ocupan con avidez. Parece que sean incapaces de distinguir entre realidad y ficción. Suena ilógico, por ejemplo, que el Reino Unido se vaya por completo de la UE pero deje a una de sus provincias medio dentro. Aun así, cosas más ilógicas hemos visto. El euro se lanzó sin una estructura política que lo aguantara. Era una contracción, un error surgido de la renuncia de los líderes políticos a hacer política, a enfrentarse a sus electores y decirles que una moneda común exige compartir riesgos y sacrificios.
En casos como este, el profesor Vallès explica que “los estados se desnaturalizan”. “En política –añade– no hay vacío y lo que no ocupa ella lo ocupa otra cosa. Por eso, la dimisión del político de los asuntos clave tiene un rebote tóxico”.
May, al final, ha impuesto el pragmatismo británico y el pacto con el DUP, aunque sólo sea semántico, le permite ganar tiempo, y el tiempo en política lo es casi todo.
Barnier admitía, implícitamente, que la UE no se sostiene en su forma actual, que sus instituciones son ineficaces y les falta legitimidad, que la economía, hasta ahora motor principal del progreso colectivo, necesita mucha más política, lo que implica más y mejor parlamentarismo, más soberanía compartida, más ciudadanía y menos fronteras.
Pocos eurodiputados aplaudieron sus palabras. Las habían oído un montón de veces en bocas muy distintas y tenían un montón de votaciones por resolver. Del orden del día de aquella tarde saco una al azar: uso de ácido fosfórico, fosfatos, di-, tri- y polifosfatos (E 338-452) en espetones verticales de carne congelada.
La pérdida de legitimidad y eficacia de la democracia abre espacios de fantasía que los políticos ocupan con avidez