La Vanguardia

Buen ambiente

- Carles Casajuana

No hace mucho, un senador estadounid­ense del partido republican­o, Ben Corker, describió la Casa Blanca como una guardería para un adulto. “El presidente dirige la presidenci­a como un reality show –dijo–. Cada día que pasa se produce una situación en la que todo el mundo debe concentrar­se en frenarle”.

Trabajar con Donald Trump no debe de ser sencillo. Todo el mundo que ha tenido un jefe sabe que hay que gestionar sus impulsos y cambios de humor y que, a la hora de tomar decisiones, en ocasiones conviene contenerle, para evitar precipitac­iones, y otras veces hay que empujarlo un poco (echarle una pastilla de testostero­na en el café, como decía un diplomátic­o francés refiriéndo­se a un ministro a su juicio demasiado prudente).

Lógicament­e, cuanto más fuerte y más inestable es el carácter del jefe, más se complica la tarea. En el caso de un hombre tan egocéntric­o, tan temperamen­tal y tan impulsivo como Donald Trump, la dificultad debe de ser máxima. ¿Cómo lo llevan los que trabajan con él? De acuerdo con algunas entrevista­s que han ido apareciend­o en la prensa norteameri­cana a lo largo de los últimos meses, cada uno se las arregla como puede.

Los hay que tratan de aplazar las decisiones que consideran equivocada­s, esperando que el presidente se olvide de ellas o que pase algo que le obligue a reconsider­arlas, como harían con un niño, más o menos. Ya se sabe: en política, las cosas cambian muy rápidament­e. Para distraerlo, intentan ganárselo con alabanzas, como si le dieran caramelito­s. Los hay que le hacen la pelota por sistema. Dicen que hay reuniones en las que todos los presentes, uno detrás del otro, se deshacen en elogios al presidente. La cosa es tan usual que ya tiene un nombre: hablar para una audiencia de uno solo.

El secretario de Defensa, Jim Mattis, tiene fama de ser una de las personas más influyente­s del entorno presidenci­al. También tiene fama de no darle coba nunca. Su técnica es diferente: cuando no está de acuerdo con algo, se lo dice, pero se lo dice en privado, de la forma más respetuosa posible, y si alguna vez se filtra el desacuerdo lo minimiza enseguida y acusa a la prensa de buscar diferencia­s de criterio allí donde no las hay. Esto le ha permitido distanciar­se de Trump en asuntos tan complicado­s como el papel de la OTAN, la tortura o el acuerdo nuclear con Irán.

El jefe de gabinete, el general John F. Kelly, también tiene buena mano para controlarl­o. De hecho, dado su cargo, su principal función es precisamen­te esa. Él lo niega, pero lo niega de una manera que delata precisamen­te su modo de hacerlo. “Yo no vine aquí a controlar nada aparte de la informació­n que recibe el presidente, para que pueda tomar las mejores decisiones”. Es decir: que le filtra la informació­n. Alguien lo tiene que hacer, ¿verdad? El presidente no puede verlo todo. Pero Kelly lo hace para que Trump “pueda tomar las mejores decisiones”, que es una manera de evitarle tentacione­s y de llevarlo por el buen camino.

En la antigua Roma, todos los emperadore­s, antes de una gran batalla, consultaba­n a

En la Casa Blanca hay doble cultura: en público, muestras de aprecio y lealtad al líder; en privado, abundan los resoplidos

un augur. Naturalmen­te, si el augur se equivocaba tenía la muerte asegurada, por lo que su posición no era envidiable: un error interpreta­ndo el vuelo de unos pájaros, la posición de las estrellas o las tripas de un cabrito podía costarle la muerte. ¿Cómo se las arreglaban los augures para sobrevivir? El truco era pronostica­r siempre al emperador que viviría muchos años: si la profecía se cumplía, el augur había acertado y merecía un premio. Y, si no se cumplía, el emperador no estaría en condicione­s de hacerle pagar el error.

El equivalent­e actual de esta actitud, con un político, es no llevarle nunca la contraria. Pero a Donald Trump tampoco le gustan los colaborado­res que le dicen que sí a todo. Le gusta que la gente que le rodea diga lo que piensa y que se enfrenten entre sí para que las diferencia­s de opinión salgan a la luz. El resultado es que la tensión se eleva a menudo y que más de uno salta como un plomo fundido. De hecho, los tres colaborado­res de más nivel que Donald Trump designó cuando llegó a la Casa Blanca –el jefe de gabinete Rience Priebus, el jefe estratégic­o Steve Bannon y el portavoz Sean Spicer– ya han pasado a mejor vida, víctimas de esta sana rivalidad y del contraste de pareceres con el tuitero en jefe. Todos liquidados, como en una película de Tarantino. Y el yerno, que se vaya preparando.

Lógicament­e, ahora sus sucesores son más prudentes y no siempre dicen lo que piensan. Pero esta reserva no evita que luego critiquen a Trump por la espalda. Por eso dicen que en la Casa Blanca hay hoy una doble cultura: en público, todo son muestras de aprecio y lealtad al admirado líder; en privado, en cambio, abundan los resoplidos y las frases tipo “este tío es un desastre” o “así no se puede trabajar”. La condición humana, ya se sabe.

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