VIDAS DE OCHO CILINDROS
En 1934, España y el mundo todavía no se habían entregado al estropicio definitivo (a pesar de que la revolución de Asturias y los Fets d’Octubre en Barcelona no hacían augurar nada bueno). Aun había tiempo para ir al cine, ver el fútbol e incluso comprarse un coche. Esto último hacía las delicias de Henry Ford, cuya fama era ya no sólo la de un empresario de éxito, sino que se le saludaba como todo un visionario, el Steve Jobs avant la lettre, capaz de concebir lo que el público iba a necesitar y caminar siempre un paso más adelante que sus competidores. Su gran éxito por entonces eran los modelos V-8, de los cuales nuestro diario anunciaba que se había “completado ya el primer millón”. Su singularidad radicaba en que los motores de ocho cilindros montados en forma de V se equipaban sólo en los coches de lujo. Pero Ford demostró que era posible “la realidad de ofrecer un ‘8’ al precio y con el consumo de un coche de menos cilindros”. Se podía adquirir en España por el módico precio de 11.350 pesetas (más otras 200 por el parachoques), pagaderos en cómodos plazos. El público compró la idea y compró el coche, y para aquel año las fábricas de Ford ya habían producido más ocho cilindros que todos los demás constructores del mundo juntos.
Donde los Ford V-8 no tenían demasiado éxito era en Italia, debido a las dificultades impuestas por el régimen fascista, presionado a su vez por el poderosísimo lobby de la empresa Fiat. Mussolini ensalzaba el nacionalismo en todas sus formas y aquel año encontró un juguete más que adecuado en el Mundial de Fútbol que acogieron los transalpinos. Precisamente el primer rival de Italia fueron los Estados Unidos, a los que vapulearon con un contundente 7-1. Goleada metafórica a Ford y sus compatriotas. A partir de ahí, Mussolini y sus brazos ejecutores tuvieron que emplearse más a fondo. Contra España (que llevaba en el escudo una franja morada republicana, la que se hubiera montado hoy) les hizo falta un partido de desempate, al que nuestra selección llegó con siete titulares lesionados (incluido Ricardo Zamora) por la dureza empleada por Italia en el primer encuentro. En la final, contra Checoslovaquia, y a pesar de tenerlo todo a favor (incluso el árbitro sueco hizo el saludo fascista ante Mussolini al empezar el partido), los pupilos del elegante míster Vittorio Pozzo necesitaron dar leña y llegar al minuto 95 del tiempo añadido para imponerse.
Menos dañinos resultaban los enfrentamientos de la guerra de sexos cinematográfica característica de la comedia romántica, ya entonces tan en boga. Una de sus cumbres la lograría aquel año Ernst Lubitsch con La viuda alegre, realizada a partir de una opereta. La pareja protagonista, el seductor francés Maurice Chevalier y la independiente y poderosa norteamericana Jeanette MacDonald, se reunieron por última vez en las pantallas para la ocasión y dieron un recital de diálogos de doble sentido y brillantes piezas musicales, en un ambiente de lujo y refinamiento, como si la vida siempre fuese champán y coches de ocho cilindros.