El entierro de Vives
El querido y admirado compositor Amadeu Vives había fallecido de forma repentina en Madrid el 2 de diciembre de 1932.
El cadáver fue trasladado en automóvil a Barcelona; lo acompañaban en otro coche el empresario del teatro Novedades y el secretario de la Sociedad General de Autores. A su llegada, el féretro fue instalado en el Palau de la Música, sede de un Orfeó Català que había fundado junto con el maestro Lluís Millet.
La sala de ensayos fue convertida en capilla ardiente, por la que desfiló un incontable número de desconsolados devotos de una ciudad conmocionada por la inesperada noticia luctuosa. Presidía la senyera del Orfeó. El espacio no tardó en quedar chico ante la cantidad de coronas que llegaban sin cesar.
El entierro principió a las 11 de la mañana del domingo 4. El duelo lo encabezaba el presidente de la Generalitat, Francesc Macià, acompañado por el hijo del difunto. Al salir el féretro a la calle, el coro masculino del Orfeó cantó L’emigrant, el emocionante poema de Verdaguer al que Vives había puesto música.
El féretro, cubierto por la bandera catalana que había portado el Casal Català de Zaragoza, fue depositado en un carruaje estufa, tirado por cuatro caballos holandeses y acompañado por palafreneros vestidos a la federica. Eran incontables las representantes de entidades populares de Catalunya entera que allí se agolpaban; una delegación nutrida del Madrid cultural se sumaba al duelo.
El cortejo fúnebre no arrancó la marcha hasta las 11.45. Y dobló por Laietana, subió Jonqueres y Roger de Llúria para encarar Casp, momento difícil por una masa de gente que no dejaba espacio para circular. Se detuvo ante el teatro Novedades. La multitud desbordaba todo el recorrido; los balcones estaban colmados.
A la puerta, llena de artistas, una orquesta interpretó el Intermedio de su celebrado Bohemios. Al concluir, cayó una lluvia de flores. El duelo fue despedido en el paseo de Gràcia, justo antes de Diputació.
No resisto la tentación de contar esta anécdota que tuvo efecto al estrenar en 1897 en aquel teatro su ópera Artús . Se había saldado con un éxito rotundo. Al término, un nutrido grupo de sus admiradores se había apostado a la salida, armados con antorchas encendidas. El espectáculo hacía un efecto considerable.
El maestro Vives y su esposa montaron en el carruaje que aguardaba en la puerta. Entonces, dos de los jóvenes con antorcha en mano montaron en los estribos de los costados. Antes de haber llegado a Pau Claris, Vives observaba que a su paso los hombres se quitaban el sombrero y las mujeres hincaban rodilla en tierra. Y le comentó a la esposa: “Escolta, Montse, em sembla que no n’hi ha per tant.” No tardó en comprender que aquella escenografía había hecho creer a los transeúntes que transportaba el viático.
El adiós popular al tan admirado compositor fue masivo y muy emocionante