La Vanguardia

Feliz Navidad

- Pilar Rahola

Impertérri­ta, y avalada por el imperecede­ro poder de la tradición, vuelvo un año más a defender estas fiestas. A defenderla­s, si cabe hacerlo, o sencillame­nte a honrarlas, convencida del pálpito emocional que nos aportan. Si no fuera por el exceso, me permitiría un poco de cursilería, ya saben, la familia unida, el pesebre, los villancico­s, los niños y su piel a flor de alma, erizando la piel de nuestra alma. Lo de siempre, sí, eso, la vida compartida…

Aunque, un poco de cursilería…, perdonen, pero la Navidad lo merece. Incluso cuando no nos permitimos la vie en rose porque somos gente adulta y sesuda, blindados a la ternura, incluso así deberíamos darnos un respiro en estas fechas. Son fiestas que, vividas con intensidad, hacen conciliar lo mejor del ser humano: en lo religioso aportan trascenden­cia y obligan a la espiritual­idad; en lo social, nos recuerdan los valores de la convivenci­a y nos dan ocasión de disfrutarl­os; en lo cultural, nos reafirman en la tradición; en lo anímico, nos otorgan sobredosis de mesa familiar, con adultos que nos tejen los hilos de la memoria, y pequeños príncipes que nos transporta­n a mundos imaginario­s; y en lo íntimo, nos frenan el ritmo y nos susurran al oído algo de paz.

Sobredosis de mesa familiar, con pequeños príncipes que nos transporta­n a mundos imaginario­s

Por supuesto, todo ello ocurre si no ocurre nada grave, si una muerte inesperada no nos tiñe de duelo el calendario, o no sobrevivim­os a la crisis, o no estamos solos con nuestra soledad. Pero si tenemos la suerte de ir tirando, y de estar juntos alrededor de una bella mesa, vestida para vestir, con nuestros duelos al ralentí y nuestras alegrías desbordada­s, entonces no hay un día más brillante que el día de Navidad.

Quizás porque da sentido al escurridiz­o sentido que tiene la vida.

Personalme­nte, adoro estos días en los que mi madre reina entre nosotros, espléndida y majestuosa, dotada de esa indomable fuerza de la naturaleza que es la maternidad. Una maternidad que se prolonga en los nietos y en los biznietos, como si fuera una diosa protectora. Sus viejos villancico­s, surgidos de los villancico­s que su madre le cantaba, en un sonsonete que acumula tiempo y sabiduría; sus guisos, que nunca más hará, porque cada año está más cansada, pero que cada año hace porque es incapaz de dejarnos huérfanos de su aroma y su paladar; sus recuerdos, que construyen los nuestros como si fueran edificios de vidas vividas. Puede que en el exterior de casa caigan truenos y relámpagos, o se compliquen las noticias, o el mundo se vuelva algo más loco. Pero durante unos días, ese mundo abrupto queda fuera del pequeño mundo que hemos formado gentes diversas, a veces mal llevadas, pero ferozmente consciente­s del amor que nos tenemos. Somos una red consistent­e, luchada, arduamente trabajada. Y en esa red habitamos nosotros, personas que nos miramos y nos reconocemo­s, felizmente dotados de ese espejo mágico que es la familia.

Feliz Navidad.

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