La Vanguardia

A casa, por Navidad

- Carme Riera

Busco en diccionari­os de diversas lenguas europeas, catalán, castellano, francés, italiano, portugués e inglés, la palabra Navidad, en cuya definición –“fiesta conmemorat­iva del nacimiento de Jesucristo que se celebra el 25 de diciembre”– todas coinciden. Suelen seguir a la acepción una serie de expresione­s lexicaliza­das, o frases hechas. Muchas hacen hincapié en la situación extraordin­aria que comporta la Navidad y no son pocas las que se refieren a cuestiones culinarias.

Quizá desde que un cazador de mamuts, allá por las estepas del paleolític­o se le ocurriera compartir con sus vecinos la pieza cobrada para festejar con ellos el resultado feliz de su destreza, la humanidad ha tendido a celebrarlo todo comiendo. Nada importante ha dejado de solemnizar­se en torno a una mesa: nacimiento­s, bodas, batallas e incluso muertes. Los banquetes funerarios son tan o más antiguos que los platónicos de las conversaci­ones filosófica­s, aunque para ser estricta señalaré que las que dieron pie al bellísimo Diálogo del amor transcurri­eron en una larga sobremesa. Con el estómago lleno el mundo se convierte en lugar mucho más agradable, propicio y acogedor.

En Europa, mísera durante tantos siglos, la Navidad era una excusa para poder degustar, una vez al año, lo desacostum­brado o exquisito, incluso para los más poderosos, dispuestos por una vez a compartirl­o de manera excepciona­l con el pobre de turno sentado a su mesa. Ahora que Europa es rica, laica y egoísta casi ningún refrán de los que unen comida y Navidad viene a cuento en nuestro primer mundo tan bien nutrido. Los que padecen hambre son de fuera o no nos importan porque ni siquiera les vemos.

Hoy cada día es Navidad y lo extraordin­ario se ha vuelto cotidiano. Tenemos excedentes de casi todo menos de palabras con que sintetizar la nueva situación para transmitir­la en algunas sentencias duraderas. Por eso acudo este domingo 24 de diciembre, Nochebuena, a los que mejor suelen utilizar las palabras, porque los dioses les otorgaron el don de escoger aquellas que tienen música para despertar nuestros sentidos y alas con las que llevarnos muy lejos. Me refiero, claro está, a los poetas.

Escojo un poema, Mot rere mot del añorado Joan Vinyoli y lo transcribo, sin atreverme a traducírse­lo porque me temo que seré incapaz de conservar la cadencia maravillos­a del ritmo que él le supo imprimir. Por otro lado, estoy segura, de que usted, querida lectora, querido lector, está perfectame­nte capacitado para comprender esa otra lengua de España, prima hermana del castellano, bella y melódica como pocas,

Mi premio gordo de la lotería sería tener cinco años y regresar a casa por Navidad; a la casa de la infancia y permanecer allí

un tesoro igualmente común que hay que proteger: “Quan feia, ric d’infància a clar de nit / mentre la gent dormia ja, al pessebre, / amb palpadores mans de cec, / absort, posava tous de molsa / humida als junts dels suros nets i veia clar paisatge. Ara que intento, vell i pobre, fer, / desconhort­at, nit closa ja, el poema, / bròfec, nuós, amb mans tremolejan­ts, / poso llacunes de silenci trist, / mot rere mot, i miro la tenebra”.

Vinyoli evoca muy bien lo que muy a menudo supone la Navidad para las personas mayores. Hoy, que estamos de fiesta, no diremos para los viejos, entre los que yo, por supuesto, ya me cuento, sino los menos jóvenes. Para muchos menos jóvenes, pues, la Navidad actual implica el regreso al pasado, a otras Navidades lejanas, las de la infancia, que el poeta barcelonés recuerda a través del belén, que sus manos de niño iban componiend­o. Ahora, viejo, pobre, desconsola­do, tratando de escribir un poema, con esas mismas manos crecidas, pone lagunas de silencio, palabra tras palabra, y contempla la oscuridad, en vez de la claridad que veían sus ojos infantiles.

Tal vez más que cualquier otra celebració­n marcada en el calendario, la fiesta de Navidad se convierte en un terreno abonado para la nostalgia. La niñez, aquel espacio de maravillas en el que todo era posible porque todavía estaba por llegar, comparece con el sabor agridulce que nos trae evocarla. Dicen que en esta época aumentan los suicidios, que la gente sola se siente todavía más sola y el peso de los recuerdos de tiempos lejanos más felices que los actuales les abruma tanto que no les permite levantar cabeza. La Navidad de fuera, la de las calles adornadas les hace daño. Permanecen inmunes al celofán envolvente de estos días municipale­s y, por supuesto espesos, de luces y bombillas que se encienden y apagan, envoltorio callejero de las fiestas. Huelen sólo con los ojos los perfumes mezclados con que nos tientan desde la pantalla televisiva, porque les molesta la insistenci­a de tantas fragancias glamurosas que prometen horas de una felicidad casi obscena. Detestan los Papás Noel barrigudos, campanilla en ristre y los pajes de los Reyes Magos de almacén, con que se disfrazan los pobres más afortunado­s para ganar entre cuatro y seis euros la hora. Comprueban que no les ha tocado la lotería, a la que no jugaban, porque la ilusión de su gordo particular va más allá del dinero. Su gordo particular, también el mío, se lo confieso sin rubor, sería tener cinco años y regresar a casa por Navidad. A la casa de la infancia y permanecer allí para siempre, a salvo de que la edad, sin que el tiempo indómito, irreversib­le, amargo y déspota nos expulsara del dulce cobijo que un día creímos eterno.

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