Matemática de la rivalidad
Salir del Bernabeu cuando aún no ha acabado el año con catorce puntos de ventaja sobre el Madrid provoca un vértigo reconfortante. Cada culé lo vive a su manera, y no siempre resulta fácil distinguir la corriente de alegría por la victoria propia y la euforia por la derrota ajena. Que, además, el partido se jugara a la una provocó que, con toda la tarde y la noche por delante, empezaran a deambular por el país manadas de barcelonistas felices dispuestos, a deshora, a invertir en lo que fuera tantos excedentes de satisfacción. Horas antes del partido, hablando con un madridista fáctico, me sorprendió que, comentando la diferencia de puntos, me dijera que si el Barça ganaba, les llevaríamos ocho puntos. A mí me salían catorce, pero también es verdad que no acabé el bachillerato porque fui incapaz de entender la complejidad de un número más que temible que entonces denominaban número E.
El caso es que el madridista fáctico daba por hechas algunas victorias, contaba con los tres puntos de un partido pospuesto y sacaba conclusiones típicas de una cultura deportiva que, si se tercia, no duda en dejar de ser cultura y deportiva. Esta capacidad de superar la adversidad a base de una cohesión tribal reactiva identifica al Madrid y hace que, con una facilidad tan eficaz como insultante, pueda asumir consignas que tanto pueden convertirlo en un remontador profesional de competiciones aparentemente perdidas como en un adversario psicológico capaz de hacerle creer al líder que es más vulnerable de lo que cree. Y la prueba de que este cálculo inverosímil de diferencias y expectativas les da resultado es que, con el 0-2 en el marcador, uno de los culés con quienes tuve la suerte de ver el partido andaba arriba y abajo vociferando
Esta capacidad de superar la adversidad a base de una cohesión tribal reactiva identifica al Madrid
mandamientos de tribunero conspicuo como: “¡No podemos jugar tan mal!” o “¡Esta película ya la he visto. ¡Ahora marcan, remontan, empatan y nos dan por el saco!”.
La matemática culé según la cual el Madrid es capaz de remontar tres goles en dos minutos está basada en hechos reales, mientras que la matemática madridista según la cual catorce puntos son en realidad ocho es más discutible. Dejando a un lado los números, estamos aprendiendo a darnos cuenta de los méritos del Barça de Valverde a medida que asumimos algunas de sus imperfecciones. Y, aunque no lo manifestamos en voz alta, nos damos cuenta de que algunos de los dogmas que nos habíamos impuesto como pilares de nuestra fe –el dibujo táctico, el juego de posición o la idoneidad de fichar a Paulinho– son más relativos que nunca. Y cuando confrontamos el placer de una victoria como la de ayer en el Bernabeu con la impoluta integridad de nuestros principios barcelonistas, preferimos ser pecadores contradictorios que fieles consecuentes.