Esta no es una historia de amor

LOS talentosos bailarines de Boris Eifman acaban de triunfar en el Liceu con su recreación de Anna

Karénina. Aderezado con la elegancia del coreógrafo ruso y con el Chaikovski más romántico, el montaje transcurría como una historia de amor. Es lo habitual cuando se revisita a Tolstói: la muerte de la heroína culmina un proceso de exaltación del amor puro que alcanza casi la categoría de final feliz. Pero una relectura menos apasionada del clásico nos ofrece una perspectiva radicalmente distinta. Anna sufre su muerte social y es conducida al suicidio por el autor como penitencia por su rechazo del matrimonio y de las convenciones que este conlleva. Así leído,

Anna Karénina es, en realidad, un aviso contra los efectos extremos del amor: el lector es libre de considerar si Tolstói pone más el acento en castigar a la adúltera Anna o en criticar al entorno social que la prefería muerta antes que libre.

De eso van también la mayoría de las historias reales que los medios etiquetamos como violencia machista. El asesino es a menudo un individuo incapaz de gestionar la frustración que le produce descubrir que han dejado de quererle. Luego el problema hunde sus raíces en un deficiente aprendizaje del control de los sentimientos. Muerta, antes que libre.

Reuniones como la del pacto de Estado contra la Violencia de Género celebrada ayer son necesarias para mejorar los mecanismos judiciales, policiales y sociales de actuación. También sería importante que los presidentes de Gobierno se dirigieran solemnemente al país cuando se produce un repunte de crímenes machistas. Pero lo que de verdad se impone es un plan de choque en el sistema educativo. Se ha conseguido inocular en las aulas el respeto al medio ambiente –la conciencia ecológica de los más jóvenes es hoy asombrosa– y se logrará, algún día, inocular el respeto al derecho que tienen las mujeres a declarar unilateralmente el fin de una relación sin que las apuñalen por ello.