La Vanguardia

14 céntimos

- Xavier Aldekoa

La primera mentira fue que le gustaba jugar. Me dijo que los domingos echaba un partidillo en un barrio de chabolas de la playa, me citó a las dos y no se presentó. Cuando harto de esperar pregunté por él a uno de los chavales que andaba zumbándole a un balón, el rapaz arrugó la nariz. “¿Jose? Nunca viene. No le gusta jugar a fútbol”. Que me mientan en la primera cita siempre me ha parecido un detalle de sinceridad, por aquello de ir cogiendo carrerilla, pero Jose era diferente incluso en la mentira. Tenía esa sonrisa torcida de los pillos, con la cabeza ladeada y los ojos afilados, que no sabes si miden inteligenc­ias o te acaban de robar la cartera. Probableme­nte habría sido un niño tímido si hubiera podido. Jose vivía desde los doce años en las calles de Beira, en Mozambique, una invitación ineludible a dejarse las timideces en el cartón de la noche anterior. Era listo como un cuervo y del Real Madrid y ahí no había mentira posible porque ningún niño miente sobre un tema tan importante. En una semana no hubo manera de convencerl­e de que se hiciera del Barça.

Jose deambulaba por las calles junto a otros chavales de vida perdida, limpiando coches por unas monedas en la plaza del centro. Tenía un amigo de su edad, Antonio, que mentía también pero no tan bien. Se habían conocido en la estación de tren y se convirtier­on en familia desde entonces. Antonio lo recuerda así: “Era mi primera noche en la calle y estaba asustado, Jose se sentó a mi lado y me dijo qué tal. Y ya no tuve miedo”.

Después de que el sinvergüen­za de Jose

Que me mientan en la primera cita siempre me ha parecido un detalle de sinceridad, por aquello de ir cogiendo carrerilla

me jurara que los lunes también echaba un partidillo, le regalé un móvil barato para poder localizarl­o. Yo quería conocer cómo era la vida de un menino da rua e intuí pronto que iba a necesitar paciencia. Aquel día se pasó toda la tarde sin decir una palabra, haciendo sumas y divisiones con la calculador­a del teléfono. Cuarenta más diez, cincuenta. Dividido por dos, veinticinc­o. Etcétera. Cuando le pregunté qué calculaba se encogió de hombros y multiplicó veinticinc­o por tres.

Era listo, ya lo he dicho antes, y también pobre como un ratón: al segundo día un vagabundo le robó el teléfono mientras dormía en un rincón y Jose se pasó toda la mañana maldiciend­o en portugués.

Al final, con la confianza, Jose empezó a contar verdades. Se había marchado de casa por hambre y porque le pegaban, en ese orden, y quería ser piloto. Como el sábado siguiente el Madrid jugaba contra el Barça, le pregunté si podría ver el partido en algún lado. Poder se podía, dijo, y yo le pinché con que era en el Bernabeu y, va hombre, que si palmáis en casa déjalo y hazte culé. Jose se rio un poco pero negó con la cabeza y dijo que no lo iba a ver porque ese día la entrada al bar costaba 10 meticales, 14 céntimos de euro. Y para qué si no tenía. Y ojalá hubiese sido mentira.

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