La incógnita catalana
El resultado de las elecciones autonómicas deja para el próximo año la solución de la crisis política de Catalunya.
CATALUNYA vive instalada en la excepcionalidad política desde que se inició el proceso soberanista en el 2012. La tensión ha ido creciendo año tras año hasta llegar en el 2017 al anunciado choque de trenes, que, pese a su manifiesto peligro, se afrontó desde el puente de mando independentista con una temeridad y una imprevisión desconcertantes. Este accidente inducido ha dejado un abultado balance de heridos, algunos de gravedad. La colisión entre el marco constitucional y la nueva, e inoperante, legalidad catalana impulsada desde el Govern y el Parlament nos ha dejado en herencia un retroceso a la preautonomía. El panorama es desolador. Catalunya atraviesa una coyuntura inédita, con buena parte de su último Govern en el exilio o la cárcel, la convivencia y la economía muy dañadas y un horizonte en el que convergen todos estos frutos indeseados –pero previsibles– del proceso con un surtido de incógnitas.
Así las cosas, el 2018 se presenta como un nuevo capítulo de esa excepcionalidad –que paradójicamente amenaza con cronificarse–, pero con una vuelta de tuerca respecto de años anteriores. Al escribir estas líneas, Catalunya se halla sin gobierno. Lo cual es normal cuando acaban de celebrarse unas elecciones y todavía no se ha constituido la Mesa del Parlament, ni se ha investido presidente de la Generalitat, ni este ha formado gabinete. Sin embargo, ya no es tan normal que dicho procedimiento parlamentario, cumplimentado con relativa facilidad en las legislaturas previas, se perfile ahora como una proeza. Al igual que ocurrió en España en el 2016, cuando estuvo sin Gobierno más de diez meses, Catalunya encara la formación de Govern con una fragmentación parlamentaria determinante. A eso hay que añadir un hasta ahora irreconciliable encono, en primer lugar entre el bloque soberanista y el constitucionalista, y en segundo lugar entre las fuerzas independentistas de Junts per Catalunya y ERC, este último atenuado de cara a la galería. Todo ello se ve complicado por la aplicación del artículo 155 y la comprometida situación judicial de numerosos diputados, incluidos el cesado president Carles Puigdemont y el que fue su vicepresident Oriol Junqueras, líderes de las dos grandes formaciones independentistas.
Las incógnitas son muchas y relevantes. Por ejemplo, ignoramos si Carles Puigdemont será el candidato a presidente por JxCat y volverá de su exilio a Barcelona para ser investido, asumiendo el riesgo cierto de ir a prisión. No sabemos si, por el contrario, permanecerá en Bruselas y designará para el cargo a alguno de sus correligionarios. Desconocemos las condiciones que ERC reclamará para integrar la mayoría parlamentaria, y si la debilitada CUP tratará de imponer las suyas. Por el contrario, sí sabemos que Puigdemont ha edificado su exitosa campaña criticando la aplicación del artículo 155 y exigiendo su restitución como presidente, pero no concretando un programa de gobierno; también que a ERC no le está resultando fácil digerir su frustración tras la pérdida de una ocasión de oro para sobrepasar en las urnas a los herederos de Convergència y comandar el bloque independentista. Ahora bien, no sabemos si al fin se podrá investir a un presidente o si se convocarán nuevas elecciones en abril, con el propósito de celebrarlas antes del verano… posiblemente para alcanzar un resultado similar al del 21-D. La situación política en Catalunya sigue siendo muy compleja, muy tensa, pero ahora se enfrenta al nuevo año desprovista incluso de un gobierno y unas políticas que puedan seducir, al menos, a parte de la población. Por último, sí sabemos ya todos en Catalunya, aunque algunos pretendan ignorarlo, que la vía unilateral a la independencia, rechazada por la Unión Europea, lleva a sus impulsores a la cárcel o al exilio, lo cual la hace difícilmente aplicable. Del mismo modo que también deberían saber todos en España que el independentismo catalán permea amplias capas de la población y no va a ser eliminado de un plumazo. La llamada política del palo sin zanahoria es estéril y, además, conduce a descalabros como el sufrido por el PP en Catalunya el pasado 21-D.
En efecto, la coyuntura es endiabladamente complicada. Aun así, dos cosas están claras. Una es que cuando la vía está obturada, no queda más remedio que buscar una alternativa. La otra es que para ello es indispensable reformular los objetivos políticos y las estrategias de las partes implicadas en la operación. El año 2018 que ahora empieza será de progreso para Catalunya si sus representantes hacen un ejercicio de realismo y aceptan la situación tal cual es. Y será de retroceso para todos sus ciudadanos, sin excepción, si no lo hacen. Hay un tiempo para cada cosa. Tras el del enfrentamiento llega el de la negociación y el pacto, que como es bien sabido exige renuncias por ambas partes. En este caso, a los planteamientos maximalistas: se trata de hallar un nuevo encaje para Catalunya en España, algo posible sin recurrir a rupturas unilaterales. Eso sí, con una mejor disposición al diálogo, y esperando a la correlación de fuerzas parlamentaria adecuada.
Produce pavor imaginar un 2018 en clave 2017, en el que se agraven la fatiga, la tensión, la división y la merma de capacidades de la sociedad catalana. En esta página hemos advertido reiteradamente acerca de los efectos que ha tenido el proceso sobre la convivencia, algo que, por decirlo rápidamente, ha reducido a la mitad la influencia de los catalanes en tanto que colectivo. Y hemos hablado de los efectos económicos, plasmados en la fuga de empresas y de talento, en la retracción de la inversión exterior y del consumo interior, que pronto tendrán su lesivo reflejo en el mercado laboral. Esta no es una lectura tremendista de la coyuntura, como pretende el soberanismo, sino simplemente desapasionada. En el mundo, en Catalunya, caben todos los sueños. Pero las leyes de la realidad se imponen inexorablemente. Los políticos no pueden ignorarlas sin poner en riesgo a quienes los eligieron. En otras palabras, hay que apostar por una cultura política distinta. Hay que primar los intereses colectivos sobre los de parte. Y hay que trabajar para ir dejando atrás estos años de excepcionalidad y volver, mediante la reformulación de los objetivos y una gestión pública más sensata, hacia la normalidad de progreso que ha caracterizado a Catalunya desde la recuperación de la democracia.