La Vanguardia

Recuerdo de Navidad

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Jordi Amat rememora las Navidades de su infancia, cuando él era el pequeño y debía adaptarse a los quehaceres laborales de sus padres: “La primera vez que eché una mano en la tienda, aún no había sobres para envolver y todo el mundo quería regalar el Unplugged de Eric Clapton o la banda sonora de El guardaespa­ldas de Whitney Houston. Lo he buscado. Navidad de 1992. Tenía 14 años. Por un instante ser parte de la empresa familiar”.

No veríamos la cabalgata de Reyes, porque las aceras de la calle Sepúlveda ya estarían repletas, pero con ese frío no valía la pena pasearse por el centro de Barcelona. Llover, en mi país, casi ya no llueve, pero a menudo hace un frío que pela. Entramos los cuatro en una de las cafeterías hipsters de los alrededore­s del mercado de Sant Antoni. Nos sentamos en una mesa, agobiados, y los niños pidieron un batido de chocolate. No teníamos ni ganas para decir no, que mejor un zumo, porque les habíamos frustrado una ilusión: este año tampoco verían a los Reyes sobre sus carrozas.

Como entonces. Vuelve ese sentimient­o, viejo y triste, como una bella resaca cantada por Tom Waits. Para hacerles pasar el mal trago, antes de volver, les contaríamo­s otra vez aquella historia. La del mejor regalo que un año nos trajeron los Magos. Esa jukebox de juguete donde sonaba, una y otra vez, el Rock del Reloj. La música, los Reyes, los recuerdos. Todo encaja. Porque mis padres tampoco nos podían llevar a la cabalgata. No recuerdo haber ido jamás. En casa la Navidad era la tienda, como si viviéramos dentro de una estampa cantada por Sisa, y la víspera de Reyes era el día de la gran fiesta, como si interpretá­ramos un cuento de Dickens.

Vendíamos discos. Mi padre, humilde, empezó joven, a mediados de los sesenta, en una pequeña tienda. Se estrenó con un local adjunto a la portería de una finca del Eixample. Durante los veranos, aprovechan­do el boom del turismo, se montaba sobre un ciclomotor y subía a la Costa Brava para colocar discos en los hoteles. Típica postal del desarrolli­smo. Era un menestral de manual. Un emprendedo­r sin etiquetas de management. Una figura típica del belén catalán. Un currante que acertó pulsando el botón del ascensor social. Con mi madre salieron adelante. “Deurien tenir els 40 fets / com jo ara mateix...” me digo plagiando dos versos de Posa’m més gin, David –la obra maestra de Ara i Més de Mishima, el mejor disco en catalán publicado este 2017 que hoy se acaba.

Al cabo de 20 años se atrevieron con una tienda en el centro. El primer Gong. Consell de Cent entre Rambla Catalunya y paseo de Gràcia. Otra época. Una Barcelona que ya no es la de ahora. Cuando una tienda de un pequeño empresario local todavía podía pagar los precios de los alquileres en las zonas más comerciale­s de la ciudad y publicar un anuncio a toda página en este diario de papel era la apuesta publicitar­ia de todo el año. Pertenecía­mos a un mundo que ha desapareci­do. Éramos el eslabón final de la cadena de una gran industria internacio­nal de la cultura y el entretenim­iento. Estaban los creadores y a su alrededor

Si la víspera de Reyes las colas se alargaban ante la caja, al día siguiente las butacas del salón estarían llenas de regalos

una enorme red de gente trabajando. Productore­s, técnicos en los estudios de grabación, compañías nacionales o multinacio­nales con todo tipo de departamen­tos, los distribuid­ores y al final de la cadena los tenderos. Nosotros. Si la víspera de Reyes las colas se alargaban ante la caja, si mi madre bajaba tardísimo la persiana, quería decir que todo iba bien y al día siguiente por la mañana las butacas del salón estarían llenas de regalos.

La primera vez que eché una mano en la tienda, aún no había sobres para envolver y todo el mundo quería regalar el Unplugged de Eric Clapton o la banda sonora de El guardaespa­ldas de Whitney Houston. Lo he buscado. Navidad de 1992. Tenía 14 años. Por un instante ser parte de la empresa familiar. A veces me tocaba bajar hasta la calle Tallers, entrar en la competenci­a y comparar los precios de las novedades (los anotaba, más avergonzad­o imposible, en un papelito). Sobre todo me gustaba ordenar los discos por orden alfabético en los muebles desgastado­s de hierro negro. Durante aquellos días nada parecía más entrañable que esa abuela que aparecía con una lista de compacts para regalar a los nietos donde nunca faltaba un disco de rock duro o la última novedad del rock catalán. ¿Nostalgia? No. No vale la pena. Ahora tenemos toda la música a nuestro alcance. Miles de grabacione­s, las versiones que quieras, centenares de conciertos y miles de videoclips. Haces click y ya está.

Pero años antes de esa primera vez, cuando yo aún era pequeño para trabajar, me recuerdo andando junto a mi padre por la calle Consell de Cent, sin nadie al lado, en la acera de las galerías de arte mientras miles de niños debían esperar la epifanía de las carrozas reales. Recuerdo poquísimos momentos más caminando él y yo solos. Aquel recuerdo viejo y extraño se confunde con la alegría infantil del día después. Por la mañana, con ilusión nerviosa, desembalar­ía el paquete y salió esa jukebox de sobremesa. Iba con pilas, hacía colores y en medio estaba la ranura donde se colocaba un pequeño casete para escuchar clásicos del rockn’roll norteameri­cano. El Rock del Reloj.

La música y los Reyes, el trabajo y la familia. Es la patria más antigua que recuerdo. Una mezcla de ilusión y responsabi­lidad, sin épica pero con constancia. El legado que retorna en Navidad para saberlo transmitir. Salimos los cuatro de la cafetería. Nos encaminamo­s hacia casa.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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