La Vanguardia

Cuatro paredes, una vida

El adiós a la calle de Roberto, un sintecho de Barcelona que intenta renacer después de un caso extremo de cronificac­ión de la pobreza

- Domingo Marchena

Roberto, que podría ser tu hermano o el mío, vive cosas extraordin­arias. Si tiene frío, puede taparse con una manta en su cama. Si tiene sed, abrir un grifo. Si es de noche, encender la luz. Si tiene hambre, hay pan en la cocina. Todo eso, que para ti o para mí no tiene la más mínima importanci­a, es un auténtico milagro para él. La manta, la cama, el grifo, la luz, el pan. Cuatro paredes.

En la Barcelona de 1992, Roberto Aguilera, de 63 años, ya era un sintecho. Durante un cuarto de siglo vivió de forma casi ininterrum­pida en la calle, con cortos paréntesis en pensiones y habitacion­es. Aunque el récord está en 40 años, el suyo era un caso extremo de cronificac­ión de la pobreza. Ahora ha conseguido una vivienda gracias a una idea revolucion­aria que nació hace veinte años en Estados Unidos y que Arrels Fundació aplica en Catalunya siempre que puede, entre otras muchas iniciativa­s. El programa se llama La casa primero. En inglés, Housing first.

¿Qué es el Housing first? Imaginad dos cursillos de equitación. En uno enseñan al futuro jinete conocimien­tos de etología animal, enseñanzas teóricas de hípica y nociones de cría caballar, pero no le dan un caballo, si es que algún día se lo dan, hasta que haya asimilado todos los conocimien­tos. En el otro cursillo lo primero que hacen es darle un caballas. y decirle: “Toma, es tuyo. No es un pura sangre, pero es un ejemplar bueno y digno. Se portará bien contigo si tú te portas bien con él. Ya puedes montarlo”.

Eso es el Housing first. Arrels Fundació, una de las principale­s entidades de la red de atención a personas sin hogar, trabaja desde 1986 en los márgenes de la sociedad. Al principio ayudaba a subir una escalera, peldaño a peldaño. Primero, un albergue para recuperar la autoestima. Después, un alojamient­o temporal para recuperar las habilidade­s sociales. Y al final del proceso, si una recaída no había devuelto al usuario a la calle, una vivienda permanente para recuperar la autonomía.

Qué pasaría si comenzáram­os por el final, por la casa, se preguntaro­n en Arrels. Las experienci­as en todas las ciudades donde este modelo se aplica son muy positivas. ¿Por qué ofrecer un cursillo de natación a alguien que se ahoga si le puedes dar un barco? El problema es que los recursos de Arrels son muy limitados y no tiene una flota de barcos para tantos náufragos. Este piso es el último que ha otorgado por ahora esta fundación sin ánimo de lucro, donde cualquier donativo es muy bien recibido.

“No sé a quién perteneció antes”, dice Roberto de su nuevo hogar. “Posiblemen­te a alguien sin hijos y que se lo legó a Arrels. Bendito sea”. Está en un barrio de l’Hospitalet de Llobregat. El día del reportaje, también llegaron dos operarios para instalar un perchero y una estantería Kallax, de Ikea. Es una segunda planta con dos habitacion­es, comedor, cocina y un pequeño baño. Poco a poco va cobrando vida. Un perchero, una estantería, una nevera, una lavadora, una cama, un armario, una mesa y cinco sillo Y una televisión, que le regaló Sònia, la propietari­a de una tienda de ropa del Eixample.

Antes que de Sònia, Roberto fue amigo de Isabel, su madre, que entonces estaba al frente del negocio. “Siempre me preguntaba si necesitaba algo cuando me veía rebuscando en los contenedor­es de la basura”. La última vez que se cruzaron, sin embargo, Isabel ya era muy mayor y no lo reconoció. Alzheimer, le dijeron.

Eso le ha hecho reflexiona­r. “No tener hogar es duro. No tener memoria, también”. Los operarios de la Kallax asienten en silencio y sonríen. publicó la primera parte de la vida de Roberto el 14 de octubre, poco antes de que le dieran el piso. La segunda parte aún no se ha escrito porque justo comienza ahora. Esto sólo es el prólogo.

Dos meses bajo un techo lo han cambiado. Parece otro hombre, más joven y más guapo que cuando arrastraba un carrito con todas sus pertenenci­as. Aún vive de la recogida de chatarra y espera conseguir una pensión no contributi­va. Arrels, a la que deberá entregar el 30% de su paga cuando tenga ingresos regulares, se hace cargo de la luz, el agua y el gas. Algunas personas que han recorrido el mismo camino explican que al principio no se acostumbra­ban al colchón y dormían en el suelo.

Él no, aunque enmudeció cuando vio su casa. Llegó acompañado por un trabajador social de Arrels, Bob Walker, uno de sus ángeles particular­es. Como Isabel y su hija Sònia. O como Conxita y Salvador, voluntario­s de la fundación y las primeras personas que le avisaron de que pronto diría adiós a la calle. En aquel comedor pequeño, luminoso y limpio, él y Bob se quedaron sin habla. Cuesta imaginar quién de los dos estaba más contento.

¿Qué responderí­an los montadores de la estantería? Sin duda, dirían que Roberto porque él avanza y Bob, el educador, deberá retroceder y repetir la historia con otro. Y no es fácil. Ellos lo saben porque no son unos carpintero­s cualquiera. Antes de trabajar para Arrels y de lograr un techo, también formaron parte de un ejército invisible y navegaron sin rumbo. Jaime, de 58 años, vivió 20 en la calle; y José, de 61, más de diez. Al menos 1.026 personas, que podrían ser tus hermanos o los míos, duermen cada noche en cajeros y portales de Barcelona, sin una manta, una cama, un grifo, luz y pan. Sin las cuatro paredes que necesita una vida.

Arrels da una nueva oportunida­d y un piso a un hombre que dormía en cajeros y portales desde 1992

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ANA JIMÉNEZ Roberto Aguilera, en el comedor de su casa, que preside la tele que le regaló una amiga con una tienda textil en el Eixample
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Ayer y hoy. Roberto protagoniz­ó una crónica en este diario el 14 de octubre, pero eso ya forma parte del pasado; la foto más grande muestra a un hombre nuevo
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