Avisado por el otro Paulinho
Corren tiempos caracterizados por la obsesión táctica y la fascinación por la estadística, dos corrientes que pretenden explicar todo del fútbol. Cualquier aproximación a un equipo o un partido se reduce cada vez más a los números, que desde su frialdad transmiten una sensación imbatible de firmeza. Es el seguro mundo de las cifras, donde aparentemente no hay espacio para las intuiciones y lo subjetivo. La estadística comienza a gobernar el territorio que antes correspondía a las opiniones, un giro copernicano que arrancó en los deportes típicamente americanos y que ahora inunda el fútbol. Cómo oponerse a la rotundidad de números y porcentajes, trasladados hasta la minucia más impensable del juego. El fútbol se explica ahora como Google y Facebook: es una fría cuestión de logaritmos, que sin embargo olvidan los matices humanos que hacen del fútbol una materia apasionante. Paulinho, por ejemplo, es un jugador que se puede definir a través de los números, pero le sienta mejor el viejo método intuitivo.
Paulinho llegó este verano a un equipo que suele estar peleado con jugadores de su estilo. No es un exquisito, pierde la pelota con más frecuencia de lo deseable, le cuesta girarse –todo un arte en el Barça– y contribuye poco o muy poco a la elaboración. Son rasgos que le impedirían participar de la ortodoxia del equipo, conocido por su supremacía en el juego de posición, un concepto que si no nació en el Barça, lo parece. En el estilo del Barça prevalece el orden, la precisión y el respeto por las posiciones. Paulinho no se adhiere a ninguno de los tres mandamientos. Ni tan siquiera se puede hablar de él como un centrocampista, puesto al que se le asocia tanto en la selección brasileña como en el FC Barcelona.
Las cualidades de Paulinho están relacionadas en algunos casos con la personalidad –sus equipos sienten que juegan con un adulto– y con ciertas virtudes que le convierten en un futbolista bastante particular. Excelente cabeceador, sobre todo en el área contraria, magnífico rematador de media distancia y puntual visitante del área, donde acaba las jugadas, aprovecha los rebotes y generalmente produce el caos en las defensas rivales. Es el tipo de futbolista muy poco habitual en el Barça. Luis Enrique se parecía por su facilidad para irrumpir en el área, pero el jugador más homologable con Paulinho es, o al menos lo ha sido, Raúl García, un delantero camuflado como centrocampista, tremendo chutador, imperial en las disputas aéreas en el área adversaria, con una relación infinitamente más importante con el gol que con el juego.
Ernesto Valverde, que es un hombre astuto, aprovechó hasta el último aliento de Raúl García, pese a llegar al Athletic en el periodo declinante de su carrera. Es cierto que no hay dos equipos más opuestos que el Barça y el Athletic. Uno es control. El otro, pelotazo. Valverde, que trató de rebajar la impulsiva tendencia al descontrol en el Athletic, confirmó en Bilbao su pragmatismo. Prefirió el máximo aprovechamiento de los jugadores que el discurso teórico. A Raúl García, otro de esos jugadores adultos que no rechazan ninguna guerra, le sacó chispas, aunque su presencia invitara al juego largo y el centro aéreo.
Aunque con menos recorrido que Paulinho –se notan los casi cuatro años de diferencia–, Raúl García habrá servido probablemente como modelo de aprovechamiento del jugador brasileño. Valverde ha abandonado el dibujo clásico –el mítico 4-3-3 del Barça– para introducir la variante de la sorpresa. Con Paulinho se llega al gol de manera diferente. El Barça no ha perdido sus principales rasgos de identidad, pero ha reservado un jugador que se ajusta con dificultades al minucioso estilo del equipo, a cambio de ofrecer jugosas alternativas a los formidables pasadores del Barça, con Messi a la cabeza. Valverde, que venía avisado de su experiencia con Raúl García, ha afinado la tecla con Paulinho.
Valverde tuvo en Raúl García un modelo de aprovechamiento del brasileño