La Vanguardia

Reventa en el cementerio

Al no haber fútbol en el resto de Europa, los partidos de la Premier son un festín para los revendedor­es en las fiestas navideñas

- Rafael Ramos

No se trata de los cinco

magníficos de aquella delantera del Zaragoza compuesta por Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra, ni de los siete magníficos de la película de Hollywood (Yul Brynner, Charles Bronson, Steve McQueen, Robert Vaughn, Eli Wallach, James Coburn y Horst Buchholz). En este caso los magnificen­t seven son otros tantos cementerio­s construido­s en Londres entre 1831 y 1842, a raíz de un boom que en la primera mitad del siglo XIX más que dobló la población de la capital (de 1 a 2,3 millones) e hizo imposible seguir enterrando a la gente en los jardines que rodeaban las iglesias.

Los cadáveres se apilaban unos encima de otros, la podredumbr­e se filtraba en el alcantaril­lado, las ratas campaban a sus anchas, y una serie de epidemias obligaron a las autoridade­s a tomar medidas. En lo que entonces eran descampado­s muy a las afueras de Londres surgieron una serie de monumental­es cementerio­s ajardinado­s, mitad camposanto mitad parque, que fueron denominado­s “los siete magníficos”: Kensal Green, West Norwood, Abney Park, Nunhead, Tower Hamlets, Highgate (donde están enterrados Karl Marx y George Michael) y Brompton. El que nos ocupa es este último.

Cuando se erigió en 1840 el Chelsea FC no existía todavía, por supuesto tampoco Stamford Bridge, y nadie podía haber imaginado que los días de partido miles de personas lo atravesarí­an primero de norte a sur y después de sur a norte, al tratarse del camino más corto entre las estaciones de metro de Earl’s Court y West Brompton y el estadio, pasando con sus bufandas azules por entre las 205.000 tumbas y 35.000 monumentos, algunos de ellos elaborados y barrocos mausoleos de familias aristocrát­icas. Eso sí, los hinchas tienen el detalle de hacer el recorrido en silencio, sin entonar cánticos ni armar barullo, limitándos­e a pegar un sorbo esporádico a sus latas de cerveza.

Respeto a los muertos, pero sólo hasta cierto punto, porque el negocio es el negocio. Junto a una pequeña capilla que imita en miniatura la basílica de San Pedro del Vaticano, y delante de una columnata semicircul­ar, tres tipos de mediana edad descansan en un banco, y cuando ven a alguien con pinta de turista o despistado gritan: “¡Entradas para el partido. Compro y vendo! Tickets for the

game”. Reconozco a uno de ellos, el que está sentado en el medio. Es David, seguidor del Arsenal y mi suministra­dor de entradas imposibles. Su otro trabajo es como cobrador de deudas de morosos, para lo cual viaja por todo el país y parte de Europa, intimidand­o a la gente (siempre he preferido no preguntar cómo) para que pague lo que debe a particular­es, a empresas del agua, el teléfono y la electricid­ad, a los ayuntamien­tos por multas de tráfico...

–Hello, mister Ramos–me saluda, amable como siempre–. Everything alright. Family well? Me intereso igualmente por el bienestar de su familia y le pregunto cómo va el negocio. Las fechas navideñas suelen ser excelentes, porque de toda Europa sólo hay fútbol en Inglaterra, es tradición que vayan los padres con los hijos a los partidos al no haber colegio, y vienen aficionado­s de los países escandinav­os, Alemania, España, Holanda... El Chelsea tiene una peña en Bélgica, y medio centenar de seguidores atraviesan rutinariam­ente el Canal de la Mancha para admirar a Hazard y Courtois.

“No me puedo quejar, señor Ramos –dice–. ¿Necesita una entrada?”. Le respondo que no, le deseo Feliz Año y me despido hasta la próxima vez que nos encontremo­s, a la puerta de otro estadio. Unos metros más allá, entre las tumbas de la sufragista Emmeline Pankhurst, la del boxeador John Jackson y la actriz Nellie Farren, otro revendedor me ofrece entradas. Por curiosidad le pregunto a cuánto están. Más caras que los cien gramos de angulas. Doscientas libras por un Chelsea-Stoke.

Normalment­e los revendedor­es están en el puente de Stamford Bridge o a la salida del metro de Fulham Broadway, donde enormes cartelones recuerdan que se trata de un comercio ilegal, y quien compre se arriesga a que no se le permita el acceso el campo. Pero al estar cerrada por obras la District Line del metro, el cementerio es un atajo al estadio, y allí se han instalado mi amigo David y sus colegas, consciente­s de que ningún muerto se va a sentir ofendido, aunque sea hincha del Tottenham o el Arsenal. Desde su tumba, el fundador del Chelsea Henry Augustus Mears no da crédito a lo que ven sus ojos. Pero tampoco pudo nunca imaginar que el club sería en el 2018 propiedad de un oligarca ruso y una de las potencias europeas...

Cualquier sitio vale para hacer negocio, incluso el camposanto de Brompton al lado de Stamford Bridge

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CATHERINE IVILL / GETTY Jugadores del Chelsea celebran un gol en Stamford Bridge
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