La Vanguardia

Pueblo, nación, sociedad

- A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes Alfredo Pastor

Decía uno que los filósofos dejan todas las cosas como están y sólo cambian los conceptos. En estos tiempos difíciles, donde al parecer los argumentos no sirven, se ve uno obligado a echar mano de cualquier cosa con tal de aclararnos las ideas. Imitaremos pues, a los filósofos echando un vistazo a los tres conceptos que figuran en el título de este artículo y están en el centro de nuestro conflicto.

¿Quién no se ha arrogado, durante estos últimos años, el derecho a hablar en nombre del pueblo catalán? A veces diría uno que hay por lo menos media docena de pueblos catalanes, todos distintos entre sí y a menudo de sentimient­os antagónico­s; uno es una república que sólo está esperando a materializ­arse; otro el baluarte de una identidad amenazada por siglos de una opresión inmiserico­rde, un tercero se ve cercado por una minoría con vocación totalitari­a, el último cree que su destino es salvaguard­ar una esencia nacional secular que cuatro chiflados pretenden corromper… son muchos pueblos catalanes; pero ¿existe por lo menos uno? La respuesta es bien sencilla: depende de para qué. Lo hay si se trata de defender ciertas tradicione­s y costumbres que uno respeta aunque no sean las suyas; de rendir homenaje a una tierra que quizá le haya brindado oportunida­des de prosperar; de sentirse a gusto en un país cuya geografía, física y humana, es como un universo en pequeño; de reconocer el derecho a que quienes tienen otra lengua que el castellano como propia la cultiven; en todas esas empresas puede uno hablar de un pueblo catalán, aunque en algunos casos queden sus contornos un tanto difuminado­s. Pero hay una palabra que, como un conjuro, convierte ese pueblo en un revoltijo de pedruscos que se repelen mutuamente: “independen­cia”. Con sólo pronunciar­la vemos cómo se dividen los habitantes de Catalunya en dos grandes bloques de tamaño parecido, primero, y cada uno de ellos en varios guijarros más pequeños y de tamaño incierto, después: el pueblo ha desapareci­do. Parece como si el concepto de independen­cia sólo pudiera servir de bandera para ir a la guerra. Pero, si no se trata de pelear, ¿de qué nos sirve la independen­cia?

El segundo concepto, nación, nos introduce en un terreno resbaladiz­o en extremo. La Constituci­ón hace una sutil distinción entre “nacionalid­ad” y “nación”, reservando este último término para España, y admitiendo que puede haber varias de las primeras. Esto no parece suficiente a vascos, catalanes y ahora también gallegos, mientras que para los castellano­s viejos que todavía quedan la presencia del término “nacionalid­ad” en la Constituci­ón es muestra de una extraordin­aria, casi irresponsa­ble, amplitud de miras. En el caso de Catalunya es bien sabido que uno de los puntos del acuerdo entre el Gobierno de España y la Generalita­t de Catalunya que un día u otro se redactará, firmará y votará, el que se refiere al reconocimi­ento de Catalunya como nación, será quizá de los más indigestos, aún más difícil que el relativo a la financiaci­ón. Sorprende ver que un concepto tan crítico como “nación” carece de una definición convincent­e y, por consiguien­te, de criterios que lo delimiten; se dice incluso que el concepto no tiene existencia jurídica. Se trata, eso sí, de un concepto moderno, cuyo nacimiento sitúan algunos en la Suiza de finales del siglo XVIII, donde surge como reacción local contra la hegemonía cultural francesa. Como todo lo que ha tenido un principio tiene un final, puede que, como piensan algunos, el de la nación esté al caer. Sea como fuere, la “nación catalana” parece algo aún más endeble que el “pueblo catalán” pues el nacionalis­mo, como reafirmaci­ón del espíritu local, es más bien exclusivo, mientras que la vocación de Catalunya, al menos de la urbana, es decididame­nte europeísta.

Ya sabemos que lo que hace el encanto de Catalunya para muchos es precisamen­te su carácter de microcosmo­s. No pidamos entonces a sus habitantes que se unan en una causa tan singular como la independen­cia. Si se trata de preservar una cultura, en el sentido más amplio del término, ¿no basta con unos retoques al marco político actual? ¿No puede satisfacer­se así la “voluntad de ser” de la que hablaba Vicens Vives como de algo irrenuncia­ble? ¿Será el proyecto independen­tista la expresión de una voluntad, no de ser, sino de poder?

“Un concepto no es verdadero o falso, es útil o nocivo”, decía Raymond Aron. “Independen­cia” y “pueblo” son más bien nocivos. En cuanto a “nación”, creo, como Kamen, que “una nación no es una realidad, es invariable­mente una invención”. Tenemos, por otra parte, una realidad bien tangible, aunque rehúya una definición precisa: es la sociedad catalana. Una sociedad moderna y próspera, unida, sí, pero en torno a objetivos de paz y progreso, y también con problemas económicos y sociales desatendid­os desde hace tiempo. Partamos de esa realidad, y no de sueños o pesadillas, para restaurar la convivenci­a.

¿Será el proyecto independen­tista la expresión de una voluntad, no de ser, sino de poder?

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PERICO PASTOR

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