La Vanguardia

Nonell y sus gitanas

- FRANCESC SERRA / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA LLUÍS PERMANYER

Nonell, el de las gitanas. Sí, cierto, pero creo que para situarlo mejor hay que ambientar dos escenarios previos: el de una amistad personal y el descubrimi­ento de unos seres marginados.

La amistad se refiere a la tendida y estrechada con Juli Vallmitjan­a en los años de formación de ambos en la Llotja. Aquel hijo de joyero le invitó a pasar el verano de 1896 en un lugar perdido del Pirineo, en el que la familia había comprado una finca para explotar un balneario: Caldes de Boí. Allí Nonell dio con los lugareños del pueblo de Boí que sufrían cretinismo debido a la carencia de yodo en el agua potable, y no paró de dibujar los tipos.

Vallmitjan­a merodeaba en Barcelona los bajos fondos, escenarios que le inspiraron su obra literaria, en la que la novela La Xava es una muestra muy representa­tiva.

Así pues, Nonell no dudó en percatarse, y muy pronto, de que aquel mundo castigado, marginado, condenado a la miseria desesperad­a, más dominado por la resignació­n que por la revuelta, era el que le atraía tanto para conocerlo de cerca como para plasmarlo a renglón seguido primero mediantes apuntes, luego dibujos y finalmente pinturas.

Al taller de la calle Comerç, 28, ya comenzaba a llevar las modelos, en su mayoría gitanas. Allí, luego de haberse enfundado una blusa de yesero, luchaba con tenacidad para dar con el estilo y la personalid­ad que el tema exigía. Recibían un dinero, pero más que nada aceptaban por la relación personal trabada con él en su peregrinar por barracas, Somorrostr­o y Pequín, tabernas y patios siniestros del Barri Xinès, o una puda de curioso nombre, Los Amigos del Tranvía, siempre mucho mejor que los cafés cantantes del Paral·lel, demasiado formales y arreglados.

En aquel deambular sin rumbo, de pronto se reconocía fascinado y rendido ante un personaje. Como el de aquella gitana, que “ata con los ojos y mata con la boca”. Vale la pena hacer hincapié en que la mayoría de pinturas prefiriera no destacar rostros ni personaliz­ar, sino captar un volumen, que por la forma que impone y el tratamient­o que le concede cobra valor escultóric­o.

La primera vez que pudo colgar obra en la Sala Parés, según la leyenda, fue en 1900, y a un burgués salido de misa de 12 y antes de comprar el tortell, se le antojó tan desafiante, desagradab­le y provocativ­o lo pintado por Nonell, que no resistió desgarrar la tela al asestarle un golpe certero con la punta del paraguas. Joan Antoni Maragall, en cambio, sitúa el caso en 1902, también con un burgués tan disgustado, pero que se limitó a asegurar que no volvería a poner los pies en la galería.

Un Nonell venido sifilítico de París no pudo ya con el tifus que le contagió una modelo. Tenía 38 años. Su entierro se pobló de gitanas portadoras de flores silvestres y el ataúd iba seguido de palmeros, guitarrist­as, cantaores, taberneros, bailarinas: su gente.

El artista se sintió fascinado por el mundo marginal y lo pintaba con genial originalid­ad

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El pintor Isidre Nonell en su estudio, con dos de sus modelos habituales: gitanas
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