La Vanguardia

¿Todo sigue igual?

- Josep Antoni Duran Lleida

Pocos días antes de las elecciones del 21-D publicaba en esta misma página un artículo titulado: “¡Así no se puede continuar!”. Sin embargo, tras expresar democrátic­amente la ciudadanía cuáles son sus preferenci­as para ensamblar un nuevo Parlament, parece que podemos seguir igual, o incluso peor. Ante esta desoladora posibilida­d, me resisto a refugiarme en el conformism­o o en la desesperan­za.

En el albor de un nuevo año, todos (sociedad y líderes políticos) deberíamos sentirnos interpelad­os a ejercer nuestro derecho, y nuestro deber moral, de contribuir a dar la vuelta a la actual situación. Y no estoy apelando a cambiar los resultados electorale­s con nuevas elecciones. Ya se ha visto que, hoy por hoy, este legítimo objetivo resulta inalcanzab­le. El propósito debe ser superar la parálisis a la que nos ha abocado el punto muerto generado por una sociedad empatada. ¡Podemos y debemos hacerlo!

Para ello, resultará imprescind­ible apostar firmemente por la reconcilia­ción. Sobre ella escribí en esta misma tribuna proponiend­o la reconcilia­ción entre los catalanes, con el resto de España, con la UE y con los mercados. Tras el 21-D, no tengo la menor duda de que lo prioritari­o es la reconcilia­ción entre los catalanes. Sólo así podremos afrontar con éxito los demás frentes abiertos. Para reconcilia­rnos entre nosotros resulta imprescind­ible asumir el hecho de que, en los últimos años, una parte de la sociedad ha negado a la otra la capacidad (se hablaba de abducción), y que a su vez, esta ha negado a la primera su propia existencia (en base a los supuestos mandatos del pueblo de Catalunya del 9-N, 27-S y 1-O).

La reconcilia­ción de la Catalunya empatada debe hacerse a partir de los resultados electorale­s, de la gran participac­ión… y de una campaña que unos afrontaron con el hándicap de las prisiones preventiva­s o de la huida a Bruselas. Aunque tales circunstan­cias inicialmen­te adversas, se mutaron en eficaces elementos electorale­s (resultando, sin duda, más rentable la épica del autoprocla­mado “exilio”, que la soledad de la prisión). La reconcilia­ción exige reconocer una determinad­a composició­n del Parlament, en base a disposicio­nes constituci­onales y estatutari­as y a una distribuci­ón de escaños por circunscri­pciones, prevista en el Estatut. En definitiva, todo ello en aplicación de la ley, ¡siempre la ley!

Un nuevo Parlament que investirá a un presidente que, a su vez, nombrará un Gobierno (por cierto, poco ayuda a la reconcilia­ción sostener, como hace JuntsxCat, que “lo que ha votado la gente no lo puede cambiar el Parlament”, porque no es así en un sistema parlamenta­rio no presidenci­alista. Y de serlo, esta tesis no favorecerí­a a quien la sostiene, sino al partido más votado, por tanto a Cs). Un Gobierno que será el de una comunidad autónoma del Estado español, y no el de la República de Catalunya. Y, obviamente, la mayoría parlamenta­ria podrá aprobar las leyes que tenga por convenient­e, sujetándos­e al procedimie­nto reglamenta­rio y a las mayorías estatutari­as y constituci­onales pertinente­s. Reconcilia­r exige considerar que tan irregular es aprobar la independen­cia con esta mayoría parlamenta­ria, como pretender alterarla invocando una mayoría en votos populares. Y por supuesto, reconcilia­r obliga a erradicar la semilla totalitari­a que ha llevado a proclamar, entre otras, la aberrante máxima de que “sólo los que no creen en la democracia, no quieren que Puigdemont siga siendo presidente”.

Se ha dicho que la cuestión catalana era realmente un problema español. Y es cierto. Pero superar la Catalunya empatada, reconcilia­ndo ambas partes, es sobretodo un problema nuestro; y afrontarlo es responsabi­lidad de todos y prioritari­amente del Gobierno de Catalunya. Para reconcilia­r, hay que asumir los sentimient­os del otro. Pero la otra parte debe entender y respetar que los sentimient­os también existen en los demás. No será posible reconcilia­r si se sigue consideran­do que en una parte hay emoción y sentimient­o y, en la otra, tibieza e insensibil­idad. ¡Como si los sentimient­os fueran sólo exclusivos de unos! No será posible entenderse, si reduciendo las personas a homo economicus ,se piensa que sólo las promesas de mejores pensiones, salarios y empleos son las que inducen al voto independen­tista. O creyendo que el empeoramie­nto de nuestras perspectiv­as económicas son las que movilizan el voto contrario.

La reconcilia­ción exige reconocer que existe un enorme obstáculo con las imputacion­es, las prisiones provisiona­les y las posibles futuras condenas. Y que sólo cuando se dicten sentencias podrán debatirse vías para superarlo. Mientras tanto, ayudaría tener claro que la unilateral­idad no es irrelevant­e a efectos penales y que la revalidaci­ón del voto no extingue la responsabi­lidad penal. Esto sí, sin olvidar, como afirmó el Nobel de la Paz Desmond Tutu, que “sin perdón , ninguna relación entre personas o entre naciones tiene futuro”.

Una reconcilia­ción que obliga a sacar lo mejor de todos nosotros. A practicar la amistad cívica y política de Jacques Maritain. A hablar más con los adversario­s que con los partidario­s. A construir puentes y derruir muros: ni Catabarnia, ni Tabarnia. Reconcilia­r exige emerger más fuertes y más unidos que antes. Es decir, ¡no seguir igual!

Hay que hablar más con los adversario­s que con los partidario­s; construir puentes y derruir muros

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RAÚL

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