Auschwitz
Desde hace un mes y hasta mediados de junio está abierta en Madrid una gran exposición sobre el campo de exterminio de Auschwitz. Un letrero a la entrada avisa de que la duración media de la visita supera las dos horas. No está de más la advertencia: la contemplación del horror nos magnetiza hasta tal extremo que el tiempo parece quedar suspendido a nuestro alrededor. Aquí y allá, unas vitrinas con objetos que pertenecieron a las víctimas nos hacen sentir una escalofriante intimidad con aquel infierno. Esos zapatos desparejados, esos útiles de aseo, cacharros de cocina, gafas aplastadas, prendas de ropa, etcétera, se parecen mucho a los que alguna vez hemos empleado nosotros mismos. En la última sala del recorrido se proyectan fragmentos de películas anteriores a 1939, algunas de ellas en color. Son películas caseras, de celebraciones domésticas, viajes familiares, vacaciones en la playa. Algunas de ellas, como la de unos niños tumbados en la arena que saludan sonrientes a la cámara, se parecen mucho a las películas Super-8 de mi infancia, y esos tres niños podrían ser mis hermanos. Pensar que todas esas personas murieron muy poco después en una cámara de gas pone los pelos de punta.
De las muchas fotos de la exposición me impresionó especialmente una, tomada en una calle de una ciudad cualquiera. En ella se ve a tres jóvenes bromistas que agarran de los brazos a un hombre algo mayor que ellos. Sonríen los cuatro. Sería una foto festiva si no fuera porque los tres jóvenes visten el uniforme nazi y el hombre, con largas barbas y ropa oscura, es evidentemente un judío. ¿Qué vemos en la sonrisa de ese hombre, aparte de sometimiento y humillación? ¿Miedo ante un peligro físico muy cierto? ¿O una suerte de confiada resignación ante unas afrentas a las que ya estaba acostumbrado y que, dijeran lo que dijeran los agoreros, nunca habían llegado a más? En algún sitio leí que la vida entonces era una cuestión de pesimismo y optimismo: mientras los pesimistas se marcharon a tiempo y lograron salvarse, los optimistas se quedaron y murieron en el Holocausto. Doy por sentado que ese hombre pertenecía al segundo grupo, el de los que creían que Hitler nunca llegaría a materializar sus promesas de exterminio.
Acabo de leer un libro sobre Auschwitz que se presentó poco antes de las Navidades. Se titula Ya sabes que volveré, y en él la barcelonesa Mercedes Monmany hace un repaso de los principales testimonios literarios del Holocausto y termina centrándose en la peripecia de tres brillantes escritoras muertas en Auschwitz. La más conocida es la francesa de origen ruso Irène Némirovsky, autora de la impresionante Suite francesa, una novela sobre la Francia de la ocupación que quedó inacabada debido precisamente a la deportación de la novelista. Ocurrió en el verano de 1942. La detención se produjo el 13 de julio, la deportación el 17 y la muerte el 19. Su marido, Michel Epstein, que intentó por todos los medios liberarla, no tardaría en correr una suerte similar: detenido el 9 de octubre, pasó por un campo de tránsito cercano a París antes de ser trasladado a Auschwitz, donde fue gaseado el mismo día de su llegada, el 6 de noviembre. El original de Suite francesa permaneció olvidado en una maleta hasta que fue encontrado seis décadas después y se convirtió de manera fulminante en un clásico de la literatura francesa.
Paseando entre las vitrinas de la exposición no podía dejar de preguntarme si alguno de esos zapatos perteneció a Irène y alguna de esas brochas de afeitar a Michel. ¿Por qué no creer que en una de esas tazas de loza pudieron beber agua las otras dos talentosas protagonistas del libro, la diarista holandesa Etty Hillesum o la poeta alemana Gertrud Kolmar, muertas las dos en 1943, la primera con veintinueve años, la segunda con cuarenta y nueve? ¿Y cómo no imaginarlas en el atestado interior del vagón que preside el acceso a la exposición, un vagón en el que miles, decenas de miles de judíos fueron conducidos al matadero como simples bestias?
La palabra Auschwitz es sinónimo del acontecimiento más traumático de la civilización occidental, y no sin razón afirmó Adorno que no se podía escribir poesía después de aquello. ¿Pudo hacerse algo más por evitar o al menos reducir el impacto de aquella atrocidad? Mercedes Monmany recuerda en su introducción lo que George Steiner llama el “sucio enigma”: ¿por qué las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses no bombardearon las vías férreas y los hornos crematorios en cuanto llegaron a Londres, a través de Polonia y Hungría, las primeras noticias de lo que estaba ocurriendo? La “solución final”, puesta en marcha a mediados de 1941, se prolongó hasta la primavera de 1945: cuatro años en los que se habrían podido ahorrar varios millones de víctimas. Mercedes Monmany también recuerda el comentario que un cínico oficial de Auschwitz hizo al escritor italiano Primo Levi, superviviente del campo de exterminio: “Cuando lo cuente –le dijo–, nadie le creerá”.
Mercedes Monmany repasa los principales testimonios literarios del Holocausto en ‘Ya sabes que volveré’