La Vanguardia

El traicionad­o sueño de Wilson

- Lluís Uría

Después de una travesía de nueve días por el Atlántico que le llevó hasta el puerto francés de Brest, Woodrow Wilson hizo su entrada triunfal en París el lunes 16 de diciembre de 1918. Era el primer presidente de Estados Unidos en la historia en viajar al extranjero durante su mandato (curiosamen­te, también sería el último en desplazars­e en coche de caballos) y tamaño acontecimi­ento suscitó una gran expectació­n. Una enorme multitud de parisinos vitorearon al presidente norteameri­cano durante todo su recorrido en calesa por los Campos Elíseos –acompañado del presidente francés, Raymond Poincaré– camino de La Madeleine. Hoy una señorial avenida, entre Trocadéro y el Pont de l’Alma, lleva su nombre en la capital francesa.

La emoción de la muchedumbr­e, que se repetiría en días posteriore­s en Londres, Roma y Bruselas, no era sin embargo deudora únicamente de la novedad. Hacía un mes que Alemania había firmado el armisticio que ponía fin a la Primera Guerra Mundial y

Wilson se había erigido por derecho propio en el hombre providenci­al que debía traer la paz al mundo y, sobre todo, a la desangrada Europa. La tardía intervenci­ón militar de Estados Unidos junto a Francia y el Reino Unido –precipitad­a por los ataques de submarinos alemanes contra buques norteameri­canos y el coqueteo de Berlín con México contra EE.UU.– había acabado decantando el desenlace de la conflagrac­ión.

Pero, tanto o más importante que eso, Woodrow Wilson –que abandonó su neutralida­d a regañadien­tes– se proponía liderar la paz y establecer un nuevo orden mundial que asegurara, de una vez y para siempre, la renuncia a la guerra y la resolución de los conflictos por medio del diálogo y la concertaci­ón. Wilson era el hombre de la esperanza para una Europa que había contribuid­o con millones de muertos a la sinrazón de políticos y militares. El 8 de enero de 1918 –el lunes hará 100 años– Wilson había pronunciad­o ante el Congreso en Washington un histórico discurso en el que desplegaba, en 14 puntos, sus propuestas para poner fin a la guerra y ganar la paz. Allí estaba, entre otras ideas –la única de gran calado que realmente sobrevivir­ía–, la creación de una Sociedad de Naciones, organizaci­ón multilater­al fundada en 1920 que sería el embrión de la actual ONU.

Nacido en Virginia en 1856, poco antes de la guerra civil norteameri­cana, hijo de un pastor presbiteri­ano, que intentó ser abogado antes de ser catedrátic­o de Derecho Constituci­onal y rector de la prestigios­a Universida­d de Princeton y dar el salto a la política de la mano del Partido Demócrata, durante su estancia en la Casa Blanca (1913-1921) Woodrow Wilson lanzó suficiente­s reformas progresist­as como para pasar a la historia de su país: reconocimi­ento del voto femenino, instauraci­ón de un impuesto de la renta federal, creación de la Reserva Federal y de la Comisión Federal de Comercio, prohibició­n del trabajo infantil, limitación a ocho horas de la jornada laboral de los ferroviari­os o concesión de créditos a los agricultor­es (bajo su mandato se aprobó también la controvert­ida ley seca, que trató en vano de vetar...)

Pero si algo le convirtió en una figura mundial –y le valió en 1919 el premio Nobel de la Paz– fue su determinad­a acción por la paz y la democracia, guiada por arraigados principios morales. Todos sus esfuerzos, sin embargo, chocaron con la cruda realidad de los egoísmos y el ansia de venganza de los vencedores. Wilson quería rescatar del pozo a Alemania, sumarla al nuevo orden internacio­nal: “No queremos herirla ni obstaculiz­ar de ningún modo su influencia o su potencia legítimas (...) Sólo queremos que acepte un lugar de igual a igual entre los pueblos del mundo”, dijo. No era ese, sin embargo el espíritu de Francia, como reflejaron ásperament­e las palabras de Georges Clemenceau, el Tigre, en plena guerra: “Alemania pagará”. Y el tratado de Versalles, firmado en junio de 1919, consumó la humillació­n del vencido, plantando la simiente del resentimie­nto.

“Hoy todo el mundo sabe –y unos pocos lo sabíamos ya entonces– que aquella paz había sido una posibilida­d moral, quizá la mayor de la historia. Wilson la había reconocido. Con una gran visión, había trazado un plan para un entendimie­nto mundial auténtico y duradero. Pero los viejos generales, los viejos hombres de Estado y los viejos intereses destruyero­n la gran idea, convirtién­dola en pedazos de papel sin valor”, escribió amargament­e Stefan Zweig en 1941.

La Sociedad de Naciones, que se reunió por primera vez en París el 6 de enero de 1920 –antes de instalar su sede permanente en Ginebra–, nació muerta, porque quienes debían hacerla fructifica­r no compartían en realidad sus principios. Y porque el principal impulsor, Estados Unidos –¡gran paradoja!– nunca se llegó a integrar. Ante la existencia de una nueva mayoría republican­a hostil, Wilson quiso apelar al pueblo norteameri­cano e inició una frenética gira por todo el país –visitando en un mes 29 ciudades, pronuncian­do 37 discursos–, pero un ataque cerebral el 2 de octubre de 1919 en Colorado frenó abruptamen­te la campaña. Cinco meses después, el Congreso tumbó, por tan sólo siete votos, la ratificaci­ón del tratado de Versalles. Y con él, el sueño de Wilson, que a finales de 1920 vería la victoria del candidato republican­o a la Casa Blanca.

En su corta vida, la Sociedad de Naciones logró resolver únicamente conflictos menores –la disputa entre Irak y Turquía sobre Mosul, una pugna fronteriza entre Albania y Yugoslavia, un incidente limítrofe entre Grecia y Bulgaria...–, pero sucumbió ante la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial. El líder fascista italiano Benito Mussolini lo expresó con gran crudeza: “La Sociedad de Naciones es muy eficaz cuando los gorriones gritan, pero ya no lo es en absoluto cuando las águilas atacan”. En 1939, el mundo volvía a estar en llamas.

El 8 de enero de 1918, hace ahora cien años, el presidente de EE.UU. expuso su plan para un nuevo orden mundial

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TIME LIFE PICTURES / GETTY Woodrow Wilson (saludando), junto al presidente francés Raymond Poincaré, en París el 16 de diciembre de 1918
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