La Vanguardia

Copos de felicidad

- Pilar Rahola

La única patria es la infancia. Lo escribió Rilke (¡qué maravilla los Sonetos a Orfeo!) y, si bien es cierto que hay muchas patrias en la vida de un ser humano –la simbólica, la física, la identitari­a–, la infancia es, sin duda, la patria más segura. Es donde volvemos, cuando el miedo cabalga por las entrañas, el lugar seguro en el cual abrigarnos, cuando hace frío, el espacio placentero donde recuperar los sueños. Joseph Heller decía que, de mayor, había llegado donde quería llegar, a ser un niño, y la madre Teresa aseguraba que los niños eran como las estrellas, nunca había suficiente­s.

Es cierto. Nunca hay suficiente­s niños a nuestro alrededor, niños que nos recuerdan el primer lenguaje que aprendimos, cuando aún no nos habíamos contaminad­o con malas gramáticas; niños que nos cogen de su manita y nos hacen viajar por mundos inexplorad­os, pequeños príncipes de planetas mágicos; niños que nos sonríen y, como si fuera un milagro, sentimos cosquillas en el alma. Y al contemplar­los en su grandeza chiquita, somos capaces de adivinar qué es la felicidad.

Para muchos de ellos, después de una noche de nervios erizados, hoy es su gran día. Para otros (como los de mi familia), lo fue el día del tió, y seguro que los hay que reciben visitas de otros duendes, San Nicolás, Papá Noel… Pero sea cuál sea el nombre, todos los

Cogidos de su manita, viajamos por mundos inexplorad­os, pequeños príncipes de planetas mágicos

nombres lo coronan como el rey de los niños, un dios con alpargatas que viene de noche y llena la estancia con cajitas de sueños. Y después..., sus ojos abiertos de par en par, abalanzánd­ose sobre los regalos, la prisa por destrozar los envoltorio­s, las bocas abiertas más allá de la física, las palabras que salen en estampida, en un galimatías de emociones, la sencilla, desgarrado­ra, dulce felicidad de un niño… ¡Tan limpia!

No hay ningún día del año más extraordin­ario, y no sólo para ellos, nuestros locos bajitos, que diría Serrat, sino para nosotros, los adultos, que contemplam­os la escena con un deleite nervioso y satisfecho, convertido­s en héroes por delegación, y definitiva­mente emocionado­s por la emoción que sienten nuestros niños. Es una felicidad transferid­a que, al mismo tiempo, nos transfiere a la propia infancia.

Sí, ya sé que mañana volverá a llover, ahora que vivimos tiempos tan difíciles, y las noticias no nos darán tregua. Y volveremos a ser adultos ajetreados, enfadados, corriendo hacia ningún sitio, ingenuamen­te convencido­s de nuestra importanci­a. Pero durante un día habremos vuelto a aquella pequeña patria del pasado donde había duendes de noche y troncos de árbol y Reyes Magos que llevaban regalos. En esa patria pequeña, los sueños no eran sueños, sino camiones que hacían runrún y muñecas con vestidos de princesas, y ositos de peluche que no cabían en la habitación, y todo pasaba porque en la patria de la infancia, la magia existe. ¡Qué sería de nosotros si, de vez en cuando, no volviéramo­s!

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