La naturalidad del artificio
Estos días he aprovechado las vacaciones de los chiquillos para visitar a la familia de mi hermano. Viven cerca de Zurich, en Suiza. Y como entre sus hijos y los míos, suman cinco primos enfermos de fútbol, tuvo la buena ocurrencia de hacer una visita al FIFA World Football Museum. La FIFA no es exactamente una de las instituciones que genere más entusiasmo entre los amantes de este deporte. Pero dispone de todos los argumentos y de recursos más que suficientes como para llenar cuatro plantas en el centro de la ciudad con objetos, fotos e instalaciones que seducirán tanto a los nostálgicos como a los aficionados más jóvenes. Sólo entrar, hay un expositor semicircular inmenso, como un arco iris que en vez de franjas de colores despliega una escala cromática con las camisetas de las 209 federaciones de fútbol que forman parte de la FIFA. Este extraordinario agente de la globalización que ha sido la FIFA, a lo largo del siglo XX, puede presumir de contar con más federaciones que con Estados cuenta Naciones Unidas. Pero lo que primero llama la atención de un catalán que tiene perfectamente asumido que no se verá simbólicamente representado, es precisamente cómo de caprichosos son los símbolos y las banderas. Asociamos el amarillo de la canarinha al talento natural brasileño y el blanquinegro prusiano de Alemania a la disciplina. Pero antes de 1954, el año que García Schlee cumplió los 19 de edad y ganó el concurso para diseñar el uniforme, la selección brasileña vestía de blanco.
Todavía peor, salta rápidamente a la vista cómo, a pesar del aparente artificio de los emblemas, con la absurda aspiración de encarnar el espíritu de los
Asociamos el amarillo de la ‘canarinha’ al talento brasileño y el blanquinegro prusiano de Alemania a la disciplina
estados que representan, estos equipos y su éxito o fracaso en los Mundiales intervinieron decisivamente en el destino inmediato de sus países. Es casi indiscutible que los triunfos de la selección alemana contribuyeron mucho en la recuperación moral del país y de su prestigio a escala internacional tras la II Guerra Mundial. También lo es que el crecimiento de la economía brasileña, con todos sus altibajos, ha coincidido en el tiempo con los estallidos de gozo que les ofrecía la selección nacional.
A pesar de saber que el argumento es falaz, me costaría rebatir a alguien que defendiera que la victoria de España en el Mundial de Sudáfrica no dio alas al furibundo nacionalismo español de Ciudadanos y del PP. O quitarle razón a algún otro que dijera que, sin el brillo de los últimos 15 años del Barça, los soberanistas dispondríamos de menos argumentos para creer en nosotros mismos. Es estúpido, ridículo, irracional. Según cómo, terrible. Es un juego, pero nos lo acabamos creyendo. Y mirarse en este espejo, por equívoca y distorsionada que convierta la imagen, funciona.