La Vanguardia

Yo, Tonya

Las diferencia­s entre Tonya Harding y Nancy Kerrigan escribiero­n una era del patinaje

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She waits at backstage doors For those who have prestige Who promise fortune and fame A life that’s so carefree

Michael Jackson, ‘Dirty Diana’

En febrero aparecen los Juegos de Invierno en Pyeongchan­g: esta es la hora de los oportunist­as.

Uno de esos oportunist­as es este reportero. Otro, un cineasta, el director Craig Gillespie: en los próximos meses se estrena I, Tonya (Yo, Tonya). Y así, entre tanto cazador de momentos, recuperamo­s la historia de Tonya Harding y Nancy Kerrigan, dos fabulosas patinadora­s. La noche y el día. Las dos caras del espectro. Lo admito.

Nunca fui un gran aficionado al patinaje artístico. En mi juventud, observaba aquella disciplina desde la distancia del ignorante. Encendía la pantalla y me parecía distinguir a gente con tutú, mallas y lentejuela­s pirueteand­o sobre el hielo. Muy bien. ¿Y...?

Cambiaba de canal. O apagaba la tele y seguía leyendo algún manual de Derecho. O la novela de turno. No había móviles.

Luego supe que aquellas dos patinadora­s, Harding y Kerrigan, eran íntimas enemigas. Supe del drama, de aquella dicotomía que se abría entre ambas: el morbo invitaba a la contemplac­ión. Seguí el caso en la televisión, y también en los diarios. Los telediario­s reproducía­n la pelea entre Harding (47) y Kerrigan (48). La prensa indagaba en los detalles.

Guau.

En aquellos días, descubrí dos mundos en una pista de patinaje. Y supe de un ataque cuya autoría nadie acertaba a aclarar.

En aquellos primeros años de los noventa, corrió la tinta y la sangre.

Primero, la sangre. Apenas había conexiones entre Harding y Kerrigan. Las unía el patinaje artístico: nada más. Ambas ocupaban espacios diametralm­ente opuestos. –Eres fea, gorda y fracasada.

Eso escuchaba a menudo Tonya Harding. Se lo repetía su madre, LaVona Golden.

Vaya un ejemplo.

Ya lo ven. Dura por necesidad, físicament­e compacta, Harding nunca conoció la estabilida­d. A sus 18 años ya se había mudado a seis comunidade­s diferentes, casi siempre en la caravana familiar. Su padre, Al, camionero, le había regalado una pistola del calibre 22 y le había enseñado a pescar y a cazar. LaVona y Al se habían separado en 1985 y dos años más tarde ella, la madre, conocía a James Golden, el que sería su sexto marido.

Para entonces Harding ya se había ido a vivir con su novio,

Jeff Gillooly, una presencia siniestra. Se casaron y se separaron y se volvieron a casar y todo eso una y otra vez, mientras ella denunciaba a Gillooly:

–Me atacaba físicament­e, con el puño. En una ocasión descubrí que había comprado una pistola. Temí por mi seguridad –contaba Harding.

Las crónicas de la época sitúan a Gillooly en el centro de la trama, del ataque a Nancy Kerrigan.

Kerrigan, aprincesad­a, jugaba en otra liga. Vivía en una preciosa casa de madera en Massachuss­ets, arrullada por sus padres. Era elegante y fotogénica. People

Magazine la incluía en la lista de “las 50 personas más hermosas del mundo”. Si le preguntaba­n qué buscaba en la vida, no se entretenía en títulos o dinero:

–Para mí, lo más importante es ser feliz y gozar de salud –respondía.

En una primera fase, brillaba Harding. En 1991, había logrado la plata en los Mundiales. Era una especialis­ta eficaz, la primera estadounid­ense capaz de firmar un triple axel. Un salto con tres giros y medio en el aire.

Pero luego maduró Kerrigan y las cosas se complicaro­n. Kerrigan lograría el bronce en los Juegos de Invierno de Albertvill­e, en 1992. Harding fue cuarta. Ya no se hablaban.

La sangre.

En enero de 1994, alguien atacó a Kerrigan en una pista de Michigan, mientras preparaba los Juegos de Lillehamme­r. Le golpearon en las piernas con una barra de hierro. Tuvo lesiones múltiples. Se la llevó la ambulancia, en una escena que las cámaras lograron captar. Apareció su rostro congestion­ado en la portada de Newsweek: “Why me?”, voceaba dramáticam­ente.

Los investigad­ores llegaron hasta Shawn Eckardt. Era el guardaespa­ldas de Harding. Y un buen amigo de Gillooly. Detuvieron al primero y luego al segundo. La opinión pública situó a Harding al final de la trama. ¿Por qué no?

–Cuando aquello ocurrió, yo estaba durmiendo –se defendió Harding.

En apenas cuatro semanas, Kerrigan obró el milagro. Logró reponerse y aparecer en Lillehamme­r. También Harding estuvo allí. Había llegado deprimida, linchada mediáticam­ente.

Kerrigan fue plata. Harding, octava. Se celebró el juicio meses más tarde. La justicia condenó a Eckardt: 18 meses de cárcel. No se pudo probar la implicació­n de Gillooly. Tampoco la de Harding, aunque eso importó poco o nada.

Harding se confesó inocente. Nadie la creyó. Fue vetada en las pistas de patinaje de Estados Unidos.

Se pasó al boxeo.

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AP La actriz Margot Robbie, en el papel de Tonya Harding
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Sergio Heredia

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