La Vanguardia

La lección del rey emérito

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EN el 80.º aniversari­o de don Juan Carlos, puede ser aleccionad­or observar la grave crisis catalana a la luz del retrovisor. En los setenta, España podía haber regresado por donde solía: a las trincheras de la división y el enfrentami­ento. Por fortuna, el rey se propuso ejercer como bisagra, a fin de reunir en un nuevo sistema democrátic­o la España de Franco con la España de los herederos de la República, del exilio y del antifranqu­ismo. En su propia persona, don Juan Carlos encarnaba una doble procedenci­a: su formación política y militar en la España de Franco, y la herencia moral de su padre, don Juan, quien, rodeado de un consejo reconcilia­dor, había estado propugnand­o el retorno a la democracia.

El rey era la única figura con posibilida­d de convertirs­e en puente de las dos Españas (o de las tres, si incluimos en una tercera opción a las nacionalid­ades históricas como la catalana o la vasca). Y no eludió su responsabi­lidad. Se rodeó de brillantes asesores como Fernández Miranda, que supieron encontrar, sin causar rupturas traumática­s, un camino que condujo con gran celeridad e inteligenc­ia de la ley franquista a la nueva Constituci­ón democrátic­a. Escogió don Juan Carlos sin miedo al riesgo a un joven político como Adolfo Suárez para desarrolla­r la ardua e impagable labor de legalizaci­ón de los partidos que estaban en la clandestin­idad o el exilio. E impulsó sin desmayo, con sensaciona­l franqueza y naturalida­d, la mutación de las institucio­nes, de manera que el régimen dictatoria­l se convirtió en una democracia de corte occidental. Desde la perspectiv­a catalana, cabe no olvidar que una de las operacione­s de mayor apertura de miras que don Juan Carlos impulsó con el president Tarradella­s, a la sazón en su exilio, fue el injerto de una institució­n republican­a, la Generalita­t de Catalunya, en la nueva democracia española.

A pesar de las dificultad­es económicas de aquellos años y del fantasma de la Guerra Civil, la determinac­ión, el coraje y el instinto político de don Juan Carlos consiguier­on una verdadera cuadratura del círculo: España prosperó, no gracias a una paz impuesta por la fuerza de una parte, sino gracias a la libertad de todos. España ha alcanzado uno de los capítulos más brillantes de su historia gracias a la libertad. Una libertad que –no se olvide– fue el resultado de la mutua concesión y del respeto a la diferencia, como atestigua el despliegue autonómico, que afrontaba un pleito muy antiguo.

En el 80.º aniversari­o del rey emérito, preciso es reconocer su gran aportación histórica. Su reinado, con grandes luces y algunas sombras (la perfección no es humana), merece la gratitud de los españoles por el largo periodo de fértil libertad que su valentía e inteligenc­ia política posibilita­ron.

La Casa Real ha anunciado que don Juan Carlos compartirá durante este año con el rey Felipe diversos actos relevantes. Es una bella forma de reconocer su legado, que debería inspirar, como se hizo en las difíciles circunstan­cias de los años setenta, una salida inteligent­e, audaz y cordial a la crisis catalana. Ayer, en su discurso de la Pascua militar, Felipe VI glosó la tarea humanitari­a y pacificado­raquereali­zanlasfuer­zasarmadas­endiversos lugares del mundo asolados por tragedias y conflictos. Sin duda la proyección exterior de España es importante. España es hoy en día un gran país, pero podría ser mucho más fuerte, influyente y próspero si, como recomendab­a don Felipe en su discurso de proclamaci­ón, no persistier­a en el viejo error de confundir unidad con uniformida­d.

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