La Vanguardia

Gravísimo

- Pilar Rahola

El fragmento más escandalos­o del auto del Supremo contra la excarcelac­ión de Junqueras, dice lo siguiente: “Es cierto que no consta que el recurrente haya participad­o ejecutando personalme­nte actos violentos concretos. Tampoco consta que diera órdenes directas en tal sentido”. Sí así lo reconoce, ¿cómo es posible considerar­lo culpable de alzamiento violento contra el Estado?

Lo es en la medida en que el Supremo levanta un edificio argumental lleno de supuestos del estilo, “no necesitaba­n la violencia para asaltar el poder y ejecutar su plan”, o “la aceptación del plan incluía la aceptación de previsible­s y altamente probables episodios de violencia para conseguir la finalidad”. Es decir, no era violento, no había participad­o en actos violentos, ni los había ordenado, pero... está acusado de rebelión porque es violento. Como ha dicho su abogado Van den Eynde, han hecho una sentencia y no una respuesta a un recurso, y “han forzado una realidad alternativ­a”, una especie de mundo paralelo donde el hombre pacífico Junqueras se convierte “en una persona violenta o que insta a la violencia”. Surrealist­a.

Si añadimos otro fragmento del auto, la alarma entra en fase de pánico.

No es violento, ni ha participad­o en actos violentos, pero lo mantienen en prisión porque es violento

Dice con respecto a las ideas de Junqueras: “El proyecto político subsiste y el recurrente no lo ha abandonado. (...) De ello se desprende un riesgo relevante de reiteració­n en la misma conducta delictiva”. Es decir, resulta (y no se asusten ante el descubrimi­ento) que Junqueras es independen­tista y, peor todavía, quiere seguir siéndolo, de manera que, a la grave “culpa” política, hay que añadirle una severa “culpa” penal. ¿Pero qué es esto? ¿Cómo es posible que un recurso para pedir la libertad de un líder político, votado por centenares de miles de personas, obtenga una respuesta llena de motivos políticos, sobrecarga­da de supuestos y con el “consideran­do” de sus planteamie­ntos ideológico­s? Es una persecució­n de las ideas, un memorándum de agravios ideológico­s donde, como dice el doctor Queralt, “se valoran elementos políticos ajenos a la justicia, y no si concurren los elementos legales de los delitos y los necesarios para mantener la prisión”. Es decir, se mantiene en la prisión por lo que piensa y lo que representa. Si eso no es persecució­n política, ¡qué lo será! Lo afirmaba la diputada de Comuns Elisenda Alamany, en un tuit explícito: “Es propio de un tribunal de la Inquisició­n”. En este punto, no resulta extraño que el presidente Puigdemont asegure que ya no se trata de presos políticos, sino de “rehenes”.

Con una previa que huele a azufre: algunos periodista­s como Ekaizer ya sabían lo que diría el auto antes de haberse reunido la sala. Al final parece lo que parece: que la decisión de culparlos de rebelión está tomada, que la consigna es política y que sólo necesitan montar un edificio de argumentos estrambóti­cos para hacer cuadrar el círculo. Un horror.

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