De Reyes y gripe
La idea era escribir sobre esas personas que van a la cabalgata de Reyes con un paraguas. Cuando los pajes lanzan caramelos desde las carrozas, lo abren al revés para recoger más dulces que nadie. Me pregunto si, ya desde pequeños, sus hijos entenderán que hay que ser espabilados, que la cantidad es importante, que deben competir a empellones, aun a riesgo de sacarle un ojo a alguien. Qué listo es papá, pensarán. Supongo que, de mayores, seguirán creyendo que cuanto más, mejor, y que hay que conseguir lo que te propongas a toda costa, caiga quien caiga.
También quería escribir sobre los envoltorios, las cajas vacías de juguetes que se amontonan en los contenedores al día siguiente, y desvelan un mapa de ilusiones. Aquí han traído una bicicleta rosa, allá un tractor de Fisher Price, el MasterChef Júnior; las cocinitas de antaño ahora son food trucks. Los niños estrenan patines que seguramente utilizarán un par de veces o tres, antes de meterlos en el trastero y no acordarse más.
Melchor, Gaspar y Baltasar siempre olvidan pasar por la casa de los que viven solos. Los virus no. La mañana de Reyes es el único momento en el que lamento
Melchor, Gaspar y Baltasar siempre olvidan pasar por la casa de los que viven solos; los virus no
un poco haber renunciado a la convivencia. Y si encima estoy enferma –por culpa de una epidemia de gripe que parece rendir homenaje a la de hace cien años–, todavía es peor. En estos casos, los solteros no tenemos quien nos mime ni nos prepare sopa. Una opción consiste en recurrir a los amigos, pero sabe mal molestar, y tampoco es cuestión de pagarles el favor contagiándoles.
Con fiebre, cuesta seleccionar las palabras y ponerlas una tras otra, porque el aturdimiento es tal, que nada suena coherente. De pequeña odiaba ir a la cabalgata, había demasiada gente, niños que casi te arrancaban los caramelos de las manos; caramelos que, si no ibas con cuidado, te golpeaban en la cabeza cuando los lanzaban desde las carrozas. Agachados o de rodillas, los rescatábamos a tientas entre los pies de cientos de padres que los pisoteaban sin darse cuenta y a punto estaban de aplastarnos. Y a mí ni siquiera me gusta el dulce. Lo hacía porque tocaba, sin ganas.
No recuerdo ningún regalo de Reyes, salvo un cuaderno de Hello Kitty donde de la gata aparecía dibujada en la esquina derecha de cada página. Inventaba cuentos que titulaba: Hello Kitty va de pesca, Hello Kitty en el parque de atracciones, Hello Kitty y sus amigos. A lápiz, la letra redonda, también hice un prólogo y, al final, un avance de obras pendientes de la misma autora. ¿Cómo puede seguir de moda esa gata sin boca, tanto tiempo después?
La intención era hacer un paralelismo entre los caramelos y el dinero; entre los regalos y el amor. Uno acaba siendo lo que le enseñaron y lo que recibió. Pero más que oro, incienso, mirra o similares, prometo portarme bien para asegurarme de que, la próxima vez, al menos me traigan salud.