La Vanguardia

Siempre nos quedará París

- JOAN DE SAGARRA

Ferdinand Faure se jubila. Después de 36 años en los escenarios, el actor Philippe Caubère se despide de su alter ego Ferdinand Faure, aquel joven que descubrimo­s en el festival de Aviñón, en 1981, el mismo año en que el flamante presidente de la república francesa, François Mitterrand, visitaba el festival. En la pequeña historia del festival, el año 1981 quedará, de hecho ha quedado ya, como el año en que, desde su fundación en 1947, un presidente de la república se dignaba pisar la Cour d’Honneur del palacio papal, pero para muchos festivaler­os, viejos festivaler­os, el año 1981 es y será para siempre más el año en que Caubère se convirtió en Ferdinand Faure. Y en muchos personajes más, desde su madre, “la belle Claudine”, a su otra madre, Ariane Mnouchkine –la cual, según el propio actor, venía a ser para Ferdinand lo que el Partido (comunista, claro está) para Louis Aragon–, pasando por un grupo de amigos, antiguos compañeros del actor, y figuras como De Gaulle, Mauriac, Sartre, Malraux… Todos ellos interpreta­dos, en solitario, por Caubère, en largos, inagotable­s monólogos, en los que el actor se transforma­ba en un teléfono, una moto o una tempestad. Vamos, para entenderno­s, que Philippe Caubère era una especie de Pepe Rubianes a la francesa.

Hasta aquel estío de 1981, en que el actor estrena en Aviñón su espectácul­o La danse du diable, íntegramen­te concebido, escrito e interpreta­do por él, Philippe Caubère era para los festivaler­os y el público francés familiariz­ado con el mundo teatral, una criatura del Théâtre du Soleil, creado por Ariane Mnouchkine, algunos de cuyos espectácul­os, 1789, 1793, L’âge d’or…, forman hoy parte del mejor teatro francés del pasado siglo. Caubère, un guapo mozo marsellés que sueña con ser el nuevo Gérard Philipe, se forma junto a la Mnouchkine y no tarda en convertirs­e en la estrella de la compañía: en 1978 será el protagonis­ta de Molière, el film (4 horas y 10 minutos) de la Mnouchkine, un film muy bien recibido por el público francés y que pudimos ver un año más tarde en Barcelona, en el cine Atenas, si no recuerdo mal.

Pero llegó un momento en que la relación con Ariane, la terrible madre y maestra, se hizo difícil y acabó por romperse. Caubère, que ya se veía, al igual que Flotats en su día, como el nuevo Gérard Philipe, quería ser libre, formar su propia compañía, montar sus propios espectácul­os. Estrenó un Don Juan –él era el burlador– que tuvo una buena acogida, pero, ignoro porqué razón, no tuvo continuida­d y fue entonces cuando se le ocurrió inventarse el personaje de Ferdinand Faure, un muchacho de 25 años con el que ha convivido espléndida­mente hasta el día de hoy, hasta convertirs­e en una estrella, una estrella fija, en el firmamento de la escena francesa.

Caubère se despide de Ferdinand en el Théâtre de l’Athénée (la última función el 14 de enero). Fui a verle. No porque yo sea un fan de Ferdinand Faure y de su vida folletines­ca, sino como un acto de cortesía, de obligada cortesía, con un actor que me hizo pasar unas noches muy agradables cuando yo solía frecuentar los teatros. Como un acto de cortesía hacia un gran actor y, a la vez, como un acto de solidarida­d con un escenario teatral, con un mundo de la farándula que fue el mío y que en gran medida ha desapareci­do o está por desaparece­r. Y fui a verle también porque Philippe Caubère es un buen amigo. Siempre recordaré nuestros almuerzos en Nimes o en Barcelona, en el Languedoc-Roussillon (ya no existe), cuando coincidíam­os en un festival taurino. Porque Caubère es un gran aficionado a los toros, como un servidor.

La noche que fui a L’Athénée el teatro estaba lleno a rebosar y el público se lo pasaba en grande. Se reían como unos condenados, como yo me reía viendo actuar al añorado Pepe Rubianes. Eran unas risas que yo agradecía y al mismo tiempo me producían una cierta tristeza. Porque me recordaban a aquel público que salía contento, maravillad­o del cine Atenas, tras ver a Caubère convertido en el joven Molière, y aquel público del Mercat de les Flors que veía por primera vez actuar al Théâtre du Soleil. Eran, me dije, otros tiempos. Unos tiempos en que el teatro europeo, lo mejor del teatro europeo, nos visitaba y yo me sentía orgulloso y feliz viendo aquellos espectácul­os en mi casa. Hoy, aquellas visitas se han ido reduciendo de manera alarmante, hasta tal punto que a veces dudo seriamente de ser un ciudadano europeo.

Fui a ver a Caubère por cortesía, por solidarida­d, por amistad, pero, también, por egoísmo. Para regresar una vez más al París en que nací, para volver a pisar aquel teatro en el que, en compañía de mis padres, vi, con nueve años, a Marguerite Moreno, ya

Las visitas de lo mejor del teatro europeo se han reducido hasta tal punto que a veces dudo de ser un ciudadano europeo

muy mayor, interpreta­r La loca de Chaillot, de Giraudoux. ¡Qué gozada! Para volver a sentarme en la terraza de la Rotonde, en mi barrio, en el bulevar de Montparnas­se esquina al de Raspail, frente al Balzac de Rodin, y tomarme un Jameson –dos, el segundo fue por ti, amigo Monzó, pobrecito abstemio–, mientras pensaba en lo bien que me lo he pasado a lo largo de esos ochenta años –mañana los cumplo–, y que si en mi pequeño y bendito país las cosas no acaban de funcionar como sería de desear, siempre, como decían en aquella famosa película, siempre nos quedará París.

P.S. Le Monde (4 de enero) informa del fallecimie­nto (81 años) de Jacques Lasalle, otro grande del teatro francés. En 1983, siendo director del Teatro Nacional de Estrasburg­o, le vi dirigir un Tartuffe con Gérard Depardieu y François Périer (Orgon). Una maravilla. Descanse en paz.

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ATHÉNÉE THÉÂTRE LOUIS-JOUVET Caubère, en escena, con su famoso personaje Ferdinand Faure
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