Qué niños
Niño. Adulto. ¿Dónde está la linde? ¿Cuándo se cruza? En tiempos del Lazarillo estábamos todos del mismo lado, el lado crudo de la supervivencia.
Si hubo luego infancia –me extrañaría en siglos en que los padres caían jóvenes, las plagas deshacían familias y las ruedas dentadas de las primeras fábricas se aficionaban a triturar carne prepúber–, los ríos de sangre del siglo XX borraron de nuevo la eventual frontera entre ambas edades: a mi tío lo enviaban a una trinchera de mierda con 17 años, otra trituradora al sur de Tabarnia en nombre de no sé qué ídolos.
Por eso las generaciones que siguieron –las de la aterrorizada y culpable paz de la guerra fría: la de mi padre y la mía– se esmeraron tanto en que los niños fuesen distintos a los adultos y ajenos a sus angustias, distraídos con sus plumieres nuevos, sus cuadernos de caligrafía que rellenar durante tres meses de vacaciones, sus montañas de juguetes la mañana de Reyes al pie del televisor, sus nubes de azúcar dentro de una enorme y protectora pompa de jabón, la del baby boom amenizada con la industria del entretenimiento pueril, de los chiripitifláuticos a Bob Esponja, hoy estrella de cabalgatas de (ex) Reyes Magos. Niños.
Y aquí estamos. Hace algunos años, Neil Postman anunciaba que la infancia había muerto y que los niños avanzaban cada día más pronto y más rápido hacia el árido mundo adulto, vía televisión, películas e internet. Y ya entonces le repliqué aquí que se equivocaba: lo que creía ver no era una disolución del infante sino una infantilización del adulto. Eso es: no se hacen adultos los niños, nos hacemos niños los adultos. Los adultos hemos llegado a envidiar esa burbuja que inventamos para los niños, y nos hemos metido dentro.
Por eso, sin ir más lejos, colapsamos las ciudades con cabalgatas de Reyes Magos: el viernes no pude llegar al restaurante en el que había reservado mesa porque la policía urbana me impidió el paso, en su alta misión de preservar esa burbuja de cándida ensoñación. Una burbuja con millones de padres fingiéndose niños y de niños fingiendo creerse las ficciones de sus pueriles padres, y con alcaldesas aplicándose como entretenedoras del circo, pues saben que los papás y mamás agradecerán con votos esa ilusión de candidez.
Los niños, entretanto, protagonizan los programas de televisión con mayores cuotas de pantalla entre adultos: confirmamos así que los niños son nuestro más logrado personaje. Y nos dejamos conquistar por los niños, en la calle y en la tele, y todo se lo perdonamos a esa invención nuestra de la segunda mitad del siglo XX, pues nos tenemos demasiado miedo a nosotros mismos.
El niño es nuestra ficción de lo que nos tranquilizaría ser y nos gustaría parecer. Para que el espejo funcione a placer adoctrinamos a los niños a conveniencia: ¡para eso están, para ser adoctrinados mientras negamos hacerlo! Son nuestra más perfecta, tuneada, vestida, maquillada y amarilla creación. Todos niños. Pero más tú y yo, que hemos querido y logrado creernos nuestro propio cuento de que los niños habitan el paraíso perdido. ¡Tan poco nos gustamos! – @amelanovela
Los niños son la más lograda creación de los adultos: por eso les damos las mayores cuotas de pantalla