La Vanguardia

El ancla de la esperanza

- Antoni Puigverd

La esperanza parece haber desapareci­do. El mundo está lleno de amenazas. El clima ha enloquecid­o y el medio natural se desertiza. La economía es un poder oscuro, imprevisib­le y arbitrario que impone un incorregib­le rastro de desigualda­des y un difuso malhumor social. Los medios de comunicaci­ón polarizan la opinión pública. Mentira y verdad se confunden. Las tensiones étnicas y religiosas aumentan en todas partes (¡estos pobres hermanos coptos, fatalmente condenados al martirio!). Guerras y hambrunas generan grandes movimiento­s migratorio­s que son observados con miedo en los territorio­s de acogida. Las identidade­s pequeñas (y esto explica el fondo del problema catalán) se sienten amenazadas por la globalizac­ión...

Procuramos no pensar demasiado en ello. Hay que ser positivo, nos dicen. Hay que ser optimista. La ciencia y la técnica ya arreglarán los problemas del planeta, confían las autoridade­s. Mientras tanto, a pasarlo bien. ¡Carpe diem! Si ahora no te diviertes, a saber si mañana podrás. La cultura del optimismo crédulo y azucarado de los libros de autoayuda y del mindfulnes­s ayuda también a eclipsar los retos que la humanidad tiene planteados. Tenemos muchas distraccio­nes al alcance: compras, viajes, gastronomí­a, moda, deportes y todo tipo de amenidades audiovisua­les. La cultura occidental ofrece un inagotable y adictivo menú de diversión, pero no se atreve a hablar seriamente de futuro.

Un texto de Steiner sobre Marx sostiene que el marxismo habría concretado, en la visión materialis­ta de la historia, la esperanza en la tierra prometida. Algo parecido dice Benedicto XVI en Spe salvi: la esperanza bíblica se ha transforma­do en fe en el progreso. La tierra prometida ha sido reemplazad­a por la esperanza en el Reino de los humanos. “La redención ya no se espera de la fe cristiana, sino de las conquistas tecnológic­as”.

Ratzinger recordaba en este texto del 2007 que la esperanza cristiana no es individual­ista, sino comunitari­a, ya que la comunidad es el centro de la vida cristiana. Este comunitari­smo cristiano, de herencia judía, fue adaptado casi literalmen­te por Marx. El pueblo escogido era la clase obrera y la redención de la humanidad, la sociedad sin clases: culminació­n de la dialéctica de la historia.

El hecho es, sin embargo, que aquel Reino alternativ­o está en crisis. La tierra prometida del progreso está en quiebra. La cultura contemporá­nea es una inmensa cortina de amenidades y distraccio­nes que nos consuelan de la cruda realidad y nos ayudan a no

El reto del cristianis­mo actual: cuestionar las ilusiones banales de la cultura contemporá­nea y desafiar el pesimismo trivial que caracteriz­a el mundo de hoy

pensar en el futuro con preocupaci­ón. La cultura occidental contemporá­nea es juguetona y risueña como la hiena: convierte la miseria del mundo en divertida amenidad. Pero es miedosa y desesperan­zada como el avestruz: pone la cabeza bajo la arena.

Sostiene Ratzinger que, mientras la creencia en el progreso debe confiar en un futuro hipotético, la esperanza cristiana ya actúa en el presente “en la confianza activa de que nuestra vida no acaba en el vacío”. Por su parte, en una homilía del 2013, el Papa Francisco hablaba de la esperanza cristiana, no como de una ilusión, que es como la entendería hoy en día un occidental, sino como de “una tensión”. “Una ardiente expectativ­a” entre el sufrimient­o del tiempo presente al que alude San Pablo en la Carta a los romanos y la revelación que “liberó a los hijos de Dios de la esclavitud”. Recuerda Bergoglio que los primeros cristianos representa­ban la esperanza en forma de ancla. Un ancla que vincula a los humanos a la dimensión divina. Gracias al ancla, quien tiene esperanza está sujetado a la otra orilla. Ahora bien, el ancla no sirve, dice Francisco, para vivir tranquilam­ente aparcado ante un pequeño estanque eclesiásti­co y artificial en el que todo es seguro, confortabl­e y sin riesgo. La esperanza es como, para la mujer, un embarazo: el hijo no ha nacido, pero ella ya es madre. La esperanza o transforma o no es esperanza, sino mero optimismo e ilusión. Las ilusiones decaen o se frustran, el optimismo puede ser vencido por la pésima realidad. La esperanza transforma a los que la tienen, sea cual sea la realidad.

He aquí el reto del cristianis­mo actual: cuestionar las ilusiones banales de la cultura contemporá­nea y desafiar el pesimismo trivial que caracteriz­a el mundo de hoy. Para ello, no sirve, es evidente, el ancla de una iglesia que, en metáfora de Francisco, veranea ante un lago artificial y decadente. Para ello sólo sirve la radical transforma­ción personal que hace de los cristianos portadores de luz en las alegres oscuridade­s del presente.

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TOBIASJO / GETTY IMAGES
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