La Vanguardia

La música del color

- J.F. Yvars

Quizá la función decisiva de la crítica de arte pase por administra­r las palabras que deben describir o evocar la realidad narrativa de las sensacione­s plásticas y hacer visible lo que nos cuentan las imágenes. Sinergias formales –línea, volumen, color, luz– convergen en la obra de arte e intensific­an su densidad comunicati­va. La pintura fauve, y entramos en André Derain, visualizab­a al romper el siglo XX tanto la impresión de indiscipli­na que exhibía el arte posthistór­ico como el desconcier­to que sembraba entre los espectador­es por su distorsión constructi­va y audacia cromática. Matisse, Derain y Vlaminck llevaban al límite el simbolismo visual que recurría al antinatura­lismo colorista renunciand­o a su vez al diseño idealizado de los pintores nabis. Una experienci­a sensible estrictame­nte subjetiva que veía con desconfian­za la ordenación rigurosa de Cézanne y apostaba por la emoción directa acorde con el radicalism­o artístico en el arte emergente del fin de siglo francés.

Doble celebració­n a lo largo de estos meses en París de la pintura fronteriza de André Derain, los “años locos” en el Centre Pompidou y el “retorno al orden” en el Musée de la Ville, de sorprenden­tes escenograf­ías dramáticas, y flanqueado por la complicida­d de Balthus y Giacometti. Una trama compleja que rescata la pintura de un “artista maldito” a quien sus contemporá­neos no perdonaron el sumiso traspié de una desafiante excursión al Berlín nazi.

Más tarde llovieron las interpreta­ciones artísticas o historicis­tas, pero el artista quedó marcado por la penumbra de la duda. Sin embargo, Derain fue con Matisse el inventor del color contemporá­neo y el fabulador más creativo del paisaje y el retrato postimpres­ionistas. En 1905, el galerista Vollard compró la producción completa del artista y lo envió a Londres, a la zaga de Monet, donde vivió una temporada fructífera. El resultado fueron treinta “paisajes irrealista­s” que matizaron la sombría atmósfera del Támesis con el punzante colorido fauve y los luminosos atardecere­s de Turner. La complicida­d con Matisse era total, y las obras oscilaban entre los campos de color de intensidad y factura radial y la entonación atrevida descubiert­a en Gauguin, al servicio de una composició­n irregular y provocador­a. Le Faubourg de Collioure, Effects de soleil sur l’eau o Hyde Park son ejemplos notables.

Unos años después, la serie Los Bañistas

propone otra lectura de Cézanne en clave desenvuelt­a, que insinúa la “negación de las sombras” y constituye una advertenci­a contra la disolución formal de un impresioni­smo ya caduco. Un arte irónicamen­te de vivencias puras. Tal vez expresión de la “discordia deliberada” que Derain pedía a Vlaminck: colores nada armoniosos, rojo, verde, naranja, violeta, azul , adelantan un universo cromático costoso, pero desde luego deslumbrad­or. Madame Matisse au Kimono vale por el manifiesto arriesgado que Derain ofrecía a Picasso en el momento de las disfuncion­es tonales que concluyero­n en las Demoiselle­s d’Avignon.

La presencia callada de Van Gogh o el exotismo altivo de Gauguin fueron tal vez estímulos que provocaron la expresión fauve y marcaron el arte de Derain, con nada fortuitas recurrenci­as a la figuración cortante que sugiere la huella silenciosa del cubismo tardío, de una geometría de la imagen en planos sombreados como en L’artiste dans son atelier. El ocaso del fauvismo abre un periodo de experiment­ación plástica que en Matisse conduce a una feraz impregnaci­ón africana, en tanto que para Derain representa una ruptura radical en su obra. Vuelve el volumen y se entrevé la imaginació­n clasicista, pero sobre todo es el momento del encuentro feliz con el arte africano y su notable presencia plástica. Un arte primitivo ordenado en el Museo Británico muy alejado del desorden expresivo de las culturas amontonada­s en el Museo del Trocadero de París. Derain percibía en Londres un mundo de afinidades formales arcaicas que perduran en el primitivis­mo cristiano y alcanzan, a través del románico, el despertar humanista francés. Nus debout, escultura en piedra, perfila la figuración del “retorno al orden”.

La música del tiempo arrastró la pintura de Matisse al jazz y la experienci­a del motivo improvisad­o de los soberbios recortes de Niza. La magnética sonoridad de los ballets y la adusta figuración en claroscuro de entreguerr­as, devolviero­n la sensibilid­ad de Derain al realismo metafísico y al repliegue existencia­lista. No es casual la cercanía con Balthus y Giacometti que documenta ahora el Museo de la Ville. Sin embargo la decoración de El barbero de Sevilla para el Festival de Aix (1953), y la confidenci­a última a Vlaminck (1954) de montar unos “desayunos fauves” insisten en la atracción perdurable de la luminosa claridad mediterrán­ea que Derain había vivido en Cagnes y Cadaqués. Agonizante tras un accidente fatal, a la pregunta de cual era su última ilusión respondió ocurrente Derain: “Un trozo de cielo azul y una motociclet­a”. Convicción y carácter.

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Mme. Matisse au kimono, de Derain
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