Mandatos democráticos
El vocabulario del proceso ha incorporado nuevas expresiones que asimilamos con rapidez. Como materia orgánica de origen político, es lógico que tiendan al eufemismo. Que la acepción de estelada como bandera no se incorporara al diccionario hasta hace un par de años confirma la aceleración de la historia, que hemos vivido como si los últimos seis años fueran años de perro. Uno de los puntos fuertes del ideario independentista es mandato democrático, herramienta polivalente para justificar tanto la legítima voluntad transformadora como la ilegalidad flagrante. Motor de un argumentario que no deja de incorporar elementos creativos, el mandato democrático se esgrimía para hacer efectivos programas amparados por las elecciones y la mayoría parlamentaria pero también para justificar atajos inexplorados.
Una vez ha quedado claro que el mandato democrático independentista no podía desarrollarse, han emergido las limitaciones de una idea que no siempre ha sabido encontrar el equilibrio entre la justicia de los derechos y de los deberes. Ahora que se celebran 50 años de la consigna “Seamos realistas, pidamos lo imposible” del Mayo francés, ya sabemos que estos propósitos son de cocción lenta y que aunque no sirven para instaurar medidas tangibles inmediatas sí son la semilla de un cambio mental que tendrá consecuencias. Y aunque hoy pueda parecer que el mandato democrático de los que ganaron el 21-D no se puede aplicar, el sentido de pertenencia nacional que representa ya no es un ramalazo antiespañol sino una forma de identidad que no desaparecerá a golpes de artículo 155, prisión o chirigotas tan anacrónicas y grotescas como las performances de Toni Albà.
Será por eso que ultimamente se oye hablar más de aberración democrática del Gobierno español que de mandato democrático. En parte porque la denuncia de arbitrariedades jurídicas y policiales interpela a todo el mundo y en parte porque la imposibilidad de aplicar el mandato independentista nos remite a otro mandato democrático: el de los que han votado a los partidos que han decidido aplicar el 155. Y esta es la parte del problema más difícil de resolver: que el colapso civil entre los gobiernos de Catalunya y de España no enfrenta a extremistas radicalizados sino a demócratas que quieren preservar modelos aparentemente incompatibles de democracia. Por eso es importante saber discernir cuál es la intención de los que explotan la discordia extrema para imponer una represión regresiva y los que apelan a fórmulas deliberadamente irreales no por ignorancia sino porque saben que la fantasía de hoy puede ser la realidad de mañana. Y la historia de las elecciones lo confirma: en democracias vulnerables como la nuestra los mandatos democráticos sirven de coartada para imponer abusos de poder y un uso impune de la mentira convertida en patriotismo (de la esperanza o del inmovilismo). Seamos realistas, pues, y pidamos lo imposible: que no nos hagan creer, ni desde una trinchera ni desde la otra, que sólo existe un mandato democrático.
El sentimiento de pertenencia no desaparecerá a golpe de 155, cárcel o chirigotas grotescas