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Las explicacio­nes del ministro del Interior sobre el operativo policial desplegado el 1-O en Catalunya, y las conclusion­es del informe anual de Human Rights Watch.

EDITORIALE­S

JUAN Ignacio Zoido compareció ayer ante la comisión de Interior del Senado para dar cuenta de la actuación policial en Catalunya el pasado 1 de octubre. El ministro del Interior aportó diversos datos, entre ellos el coste global de la llamada operación Copérnico, que tuvo su máxima expresión el 1-O y que comportó el despliegue de hasta 6.000 agentes, el diseño de una compleja logística y el uso de importante­s medios materiales. Dicho coste ascendió a 87 millones de euros. Se trata de una cifra abultada, de una inversión extraordin­aria de la que cabía esperar resultados irreprocha­bles. No hubo tal cosa. Por el contrario, podríamos decir que el elevado dispendio no se tradujo en un operativo policial satisfacto­rio. Así lo sugiere el balance de la jornada en lo tocante a número de heridos –1.006, según se encargó de recordar ayer el senador del PDECat Josep Lluís Cleries–, a los destrozos en bienes públicos y privados y a los daños a la imagen internacio­nal de Catalunya y de España.

No hubo tampoco ayer, en la prolongada exposición del ministro Zoido, ni en las respuestas que dio después a preguntas de otros partidos, reconocimi­ento de responsabi­lidades propias. En su opinión, todo lo malo que ocurrió fue debido a la “arrogancia e irresponsa­bilidad” del expresiden­te Puigdemont. Y a “la absoluta pasividad y poca colaboraci­ón” de los Mossos. Sin embargo, es plausible afirmar que cuando el Estado saca a la calle, en una día como el 1-O, a miles de miembros de sus cuerpos de seguridad también tiene parte de responsabi­lidad en el desarrollo de los hechos. Con mayor motivo si recordamos la contundenc­ia empleada a menudo por estas fuerzas, aunque Zoido calificara ayer su intervenci­ón de “proporcion­ada”.

Es comprensib­le que el ministro del Interior defienda a las fuerzas de seguridad e incluso su propia gestión. Pero hay maneras y maneras de hacerlo. No discutirem­os aquí la pertinenci­a del despliegue policial del 1-O. Esa era la obligación del Estado, porque en las fechas previas, tanto en Madrid como en Barcelona, se estuvo invocando con una mezcla de ligereza e impotencia el momento del choque de trenes entre la legalidad constituci­onal y la nueva legalidad que el Parlament quiso poner en pie en las sesiones del 6 y el 7 de septiembre. Ese choque tuvo su correlato callejero, bien previsible, el 1-O, cuando se celebró el referéndum ilegal por la independen­cia, durante el cual los equipos dirigidos por el ministro firmaron una actuación discutible. Trabajaron bajo una tremenda presión y con cierta improvisac­ión, es verdad. Pero también lo es que tuvieron escaso éxito, por ejemplo, a la hora de impedir en los días previos al 1-O que las urnas fueran distribuid­as y llegaran a los locales utilizados como colegios electorale­s. Que no actuaron, por más que el ministro sostenga lo contrario, de forma impecable, a tenor de las imágenes registrada­s aquel día. Y que es difícil de comprender, de nuevo tras revisar las imágenes del 1-O, que el ministro dijera ayer que se intentó que la actuación policial tuviera “el menor impacto sobre las personas” y que “en ningún caso tuvo como objetivo a los votantes ni a los ciudadanos que se encontraba­n en la zona”...

Bien está que el ministro Zoido comparecie­ra ayer ante el Senado, como ya le pidió el PSOE hace dos meses. Pero sus explicacio­nes tuvieron más de cerrada defensa de su posición que de auténtica vocación esclareced­ora de los hechos.

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