Mandatarios soberbios
Carles Casajuana escribe: “Es muy difícil que el poder no aísle a los que lo poseen. La autoridad que adquieren y los privilegios de que disfrutan hacen que los demás les vean de un modo distinto de como les veían antes. El escrutinio constante al que se tienen que someter les obliga a medir bien sus pasos y sus palabras. Como consecuencia de ello, pierden la espontaneidad y la libertad de actuar a su antojo”.
El poder es un estimulante muy fuerte. Como es sabido, los que lo ejercen experimentan una serie de cambios que pueden ser más leves o más serios dependiendo de su capacidad de metabolizarlo. Es como el alcohol, que hay personas que lo aguantan mejor que otras, pero a casi todas se les acaba subiendo a la cabeza, por más que traten de evitarlo.
Es muy difícil que el poder no aísle a los que lo poseen. La autoridad que adquieren y los privilegios de que disfrutan hacen que los demás les vean de un modo distinto de como les veían antes. El escrutinio constante al que se tienen que someter les obliga a medir bien sus pasos y sus palabras. Como consecuencia de ello, pierden la espontaneidad y la libertad de actuar a su antojo. Si no tienen una personalidad muy sólida, se acaban convirtiendo en instrumentos o en esclavos de sus cargos. Su buen juicio se ve sometido a pruebas constantes.
Suelen ser fáciles de caricaturizar, como las personas que han bebido más de la cuenta, y a menudo deben andarse con cuidado para no provocar la risa. Por eso temen tanto a los humoristas. Saben que, con una palabra o con unos trazos sobre un papel, les pueden sumir en el ridículo. Pero los hay que, a fuerza de querer extender su autoridad más allá del ámbito que le es propio, se convierten ellos mismos en una caricatura. Este es un campo en el que –como en tantos otros– la realidad compite tozudamente con la ficción.
La semana pasada, gracias a una crónica para este diario de Félix Flores, nos enteramos de un caso de novela, un gobernante digno de figurar en una antología del realismo mágico junto al dictador de Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos, que hace fusilar a loros subversivos por cantar canciones burlándose de él, o al protagonista de El otoño del patriarca, de García Márquez, que pretende decidir el destino de los personajes de los culebrones de la radio y de la televisión a los que está enganchado.
Se trata del presidente de Turkmenistán, Gurbangulí Berdimujamédov, que ha prohibido los coches de color negro en su país. Al parecer, Berdimujamédov es supersticioso y quiere que los coches sean blancos, porque cree que este color le es más propicio. Se desplaza en una caravana de limusinas blancas y la policía está obligando a los dueños de coches negros de la capital, Asjabad, a pintarlos de blanco o de colores claros. Como es natural, el precio por pintarlos se ha doblado. Mientras tanto, ese remoto país de Asia Central, uno de los más ricos en gas natural del mundo, va de capa caída. El paro es del 60%, el precio de los alimentos sube sin tregua y hay productos básicos, como el aceite, el azúcar y la harina, que cada día son más difíciles de encontrar.
Donald Trump también está acumulando méritos para figurar en la misma antología. Con su egolatría, sus solos mañaneros de Twitter, su menosprecio por las minorías y por los más desfavorecidos, sus choques con la prensa que no le baila el agua y su continua necesidad de acaparar la atención, no hay día que no someta nuestra credulidad a una dura prueba.
Ahora, gracias a las revelaciones del libro que estos días está haciendo furor en Washington, Fire and fury: inside the White House,
Es muy difícil que el poder no aísle a los que lo poseen; autoridad y privilegios hacen que los demás les vean distintos
de Michael Wolff, hemos sabido que tiene hábitos muy curiosos. El “genio muy estable” –como él se definió– teme morir envenenado, como tantos gobernantes en la historia, y por eso se alimenta de hamburguesas de McDonald’s compradas anónimamente. Además, no quiere que nadie toque su cepillo de dientes ni las sábanas que utiliza. Cuando se levanta, él mismo deshace la cama y recoge las sábanas.
En Estados Unidos no han faltado malintencionados que se han preguntado si esto de las sábanas no es porque, debido a la edad o a alguna disfunción, Trump no controla bien sus esfínteres y por la mañana las sábanas lo acusan. Vaya uno a saber, pero en todo caso en este punto estoy de su lado: hay cosas que no deberían salir de la esfera privada, y el estado de sus sábanas por la mañana es una de ellas. Es triste ver hasta qué extremo ha de llegar un gobernante para proteger su intimidad.
Por suerte, en España tenemos un presidente que de niño debió de caerse en un barril de sentido común, porque está vacunado contra las excentricidades. Si hay algo que no se puede discutir es que Mariano Rajoy es un hombre con los pies en el suelo. Hay frases suyas que lo prueban más allá de cualquier duda, como aquella de: “Un vaso es un vaso y un plato es un plato”, o aquella otra de: “Lo siento mucho pero las cosas son como son y no como a uno le gustaría que fueran”.
Pero la ocasión en que quedó más claro que Rajoy no es propenso a extravagancias ni delirios fue cuando un periodista sugirió que tal vez un día tendría una veleidad similar a la relación de Sarkozy con Carla Bruni y él lo descartó con un argumento irrefutable: “No, tenga usted en cuenta que yo soy de Pontevedra”.