El undécimo mandamiento
Una misma idea puede expresarse de diversas formas. Así, el Evangelio de san Juan (11, 49-50) dice de un modo dramático: “Entonces Caifás, uno de ellos, sumo sacerdote aquel año, les dijo: vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca”. Y no le va a la zaga en dramatismo Salvador Espriu cuando amonesta a Sepharad (España para los judíos) diciéndole: “A veces es necesario y forzoso / que un hombre muera por un pueblo, / pero jamás ha de morir todo un pueblo / por un hombre solo: / recuerda siempre esto, Sepharad”. En cambio, un jurista –José González Palomino– adopta un registro humorístico para decir lo mismo a propósito del albacea, aquella persona que el testador nombra en su testamento para que ejecute su última voluntad, pero cuya designación resulta a veces innecesaria o incluso contraproducente por no necesitarlo los herederos para entenderse entre sí; razón por la que Palomino aconseja que, en estos casos, lo mejor que puede hacer el albacea es quitarse de en medio y dejar a los herederos solos, observando así el undécimo mandamiento de la ley de Dios, que es no estorbar. Ya no se trata por tanto de morir, sino simplemente de no dar la lata, de no estorbar. Y, por último, la misma idea la ha expresado concisa y llanamente un político catalán hoy en el dique seco y tal vez en vía de desguace –Artur Mas–, refiriéndola al campo de la política: primero está el país, luego el partido y, por último, uno mismo. Se puede decir más alto pero no más claro.
¿En quién estoy pensando al traer a colación tres expresiones de una misma idea? Ustedes lo saben: en Carles Puigdemont Casamajó, expresidente de la Generalitat. Pienso –lo digo de entrada– que no debe postularse como próximo presidente de la Generalitat. Bien sé, al decirlo, que muchos tildarán mi posición de antidemocrática basándose en tres razones: 1) Que le han votado cerca de un millón de catalanes, ya que su candidatura se presentó al solo efecto de que Puigdemont sea president, para dar así continuidad a la situación anterior a la aplicación –abusiva, según este criterio– del artículo 155 de la Constitución. 2) Que la candidatura de Puigdemont es más que previsible que sería votada mayoritariamente en la sesión de investidura. 3) Que no existen impedimentos reglamentarios que no sean superables por una interpretación flexible del Reglamento de la Cámara catalana.
No entro en el debate de estas tres razones, que, por lo que hace a la tercera, es más que discutible. Las doy por buenas a efectos dialécticos. Mi objeción a la candidatura de Puigdemont se plantea en otro terreno: el de la prudencia política. Desde esta perspectiva, entiendo sin sombra de duda que el hecho de que Carles Puigdemont persista en presentar su candidatura es un acto de grave imprudencia política porque, de ser elegido, se perpetuará y agravará la actual situación agónica de la política catalana, con grave detrimento de la paz social y de la estabilidad económica. ¿En qué me fundo? En lo que ha pasado hasta ahora y en una previsión de lo que puede pasar a partir de ahora.
Lo que ha pasado es evidente. Proclamada sin auténtica determinación la República, quedaron claros dos hechos: 1) Que no estaba preparada ninguna estructura de Estado. 2) Que era absolutamente nulo el respaldo internacional, de conformidad con los previos pronunciamientos negativos al respecto, en especial el reiterado de la Unión Europea. Ni tan siquiera se arrió la bandera de España del Palau de la Generalitat; y, el fin de semana siguiente, el Govern de la Generalitat se diluyó por propia iniciativa. Y respecto a lo que pasará si Carles Puigdemont es elegido presidente de la Generalitat, no hay duda de que será más de lo mismo. La razón es obvia: la realidad sigue siendo la misma. No hay estructuras de Estado alternativas a las existentes, y sigue siendo nulo el respaldo internacional. Añádase a ello que el Estado ha reaccionado con dureza en defensa propia, habiendo asumido la iniciativa el poder judicial ante la atonía inexplicable del Gobierno central, incapaz durante años de afrontar políticamente el problema y desbordado cuando este ha hecho crisis, lo que hace digno al presidente Rajoy de un futuro estudio clínico por su pasividad, al modo y manera de los que realizó en su día el doctor Marañón de diversas figuras históricas. Total, que lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible.
En esta tesitura, previendo el daño grave e irreparable que para Catalunya puede irrogarse si Carles Puigdemont no da un paso atrás, y sin discutir sus razones, es por lo que, apelando al indiscutible amor que él siente por su patria, pienso que puede pedírsele que renuncie a ser candidato, dejando el campo libre a otro político independentista (los independentistas tienen mayoría parlamentaria), que pueda presidir un gobierno estable. La renuncia como forma más alta de amor. Sé que esto suena a bolero, pero es de verdad lo que pienso y, sobre todo, lo que siento.
Si Puigdemont es elegido president, será más de lo mismo; la razón es obvia, la realidad no ha cambiado