París recuerda a Azzedine Alaïa
Dos meses después de su muerte, una muestra recoge 35 creaciones del diseñador
París rinde homenaje al modisto tunecino Azzedine Alaïa. Dos meses después de su muerte, a consecuencia de una caída que lo dejó en coma, se inaugura mañana una exposición dirigida por Olivier Saillard, el hombre que relanzó el museo de la moda de París. El recuerdo del diseñador, que también tendrá una fundación con su nombre, estará presente en otra exposición en el London Design Museum a partir de mayo y en una primera tienda londinense.
El epicentro de todo es, por supuesto, la confluencia de dos calles del Marais parisino: Rue de la Verrerie y Rue de Moussy. Dos edificios enlazados por un patio interior que fueron su casa, su taller, y ahora la galería de la muestra. En un hangar vecino se instalará la fundación, para “preservar sus colecciones de arte y esa obra que revolucionó la moda”. Allí se podrá contemplar sus dibujos, pinturas, esculturas y diseños.
Azzedine Alaïa, nacido Alaya –“esa y griega original me predestinaba: una torre Eiffel al revés”– murió el 18 de noviembre. El 26 de febrero próximo hubiera cumplido 68 o 78 años: circulaban dos años de nacimiento, 1930 y 1940, sin que él se preocupara por aclararlo. Un misterio más del hijo de un agricultor de origen español, nacido en Túnez, que estudió escultura y terminó por esculpir vestidos. Pero que se reivindicaba costurero. El “tunecino miniatura –medía 1,55 metro– que pobló las calles del mundo de criaturas de ensueño”, según Michel Cressole, el periodista que lo descubrió, y lanzó en 1979, miraba desde arriba al aristócrata insolente.
La exposición de 35 creaciones suyas, orquestada por Saillard, sólo contiene vestidos y abrigos cosidos por sus manos. Saillard, que en el 2013 montó una memorable retrospectiva de quien no quería ser llamado diseñador ni estilista, asegura que “de todas las obras de un modisto, la de Azzedine Alaïa es a mis ojos la más intacta. Hechas por sus manos, las prendas guardan el encanto de su eclosión”.
Alaïa desembarcó en París en 1957 con una promesa de trabajo en Christian Dior. Pero sólo duró tres días: magrebí en pleno conflicto de Francia con Argelia, era un indocumentado. Con un talento que detecta la condesa de Biegiers, clienta de Dior, quien le presta una habitación de 9 m2 destinada al servicio y hace circular su nombre. Greta Garbo, las bailarinas del Crazy Horse o la actriz Arletty, a la que confecciona su primer “pequeño vestido negro”, encabezarán una clientela digna de Saint Laurent.
Pero su ídolo es Balenciaga. “Como él, quiero hacer vestidos que se tengan en pie”. Un caso único: hasta que convierte nombre y apellido en marca, en 1979, esa ropa que contra la corriente en boga era esculpida sobre el cuerpo de las modelos, calificada de sexy, sólo se podía comprar en su taller.
Su vida no cambió –sus casas sucesivas concentrarán siempre vida y trabajo; las sillas para comer en su cocina, más disputadas que las de un gran restaurante–, pero la marca llegó a los 300 puntos de venta más importantes del mundo. En el 2000 se asocia con Prada, con la garantía de preservar su anómala forma de trabajo. Siete años más tarde, siempre auxiliado por su amiga y su compañero, firma con Richemont.
Miembro de derecho de la Cámara de la Alta Costura de París, Alaïa prefería definir su trabajo como “semicostura”. Soslayó los desfiles espectaculares –los suyos eran casi privados, en su casa– y fue venerado por las modelos, que preferían ser pagadas en ropa y de paso la publicitaban urbi et orbi.
Los diseños de Alaïa estarán también en otra exposición en el London Design Museum